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El Gusano de Luz

El sol, semejante a una enorme rueda anaranjada a punto de esconderse entre las lejanas montañas, lanza hacia la tierra sus últimos rayos que, durante aquel caluroso día de junio, han tostado torsos y espaldas en las cercanas playas repletas de gentes ansiosas de broncear la enfermiza palidez del pasado invierno.
Luis, desde su silla de ruedas, mira hacia la cercana boca del túnel por donde asomará, en pocos minutos, su enorme nariz metálica la locomotora que arrastra tras de sí una larga hilera de vagones. Cuando la tarde ya cae, las amarillentas luces de los vagones convierten el convoy en un largo y zigzagueante gusano de luz. Él, desde que tiene memoria, siempre lo ha llamado así...
Desde que tiene recuerdos ––¡pocos debido a su corta edad!––, ha esperado la aparición del tren apostado en aquella atalaya de lona y acero a la que está condenado desde su nacimiento. No se siente desgraciado por ello pues, sus pocos años, no le permiten hacer reflexiones filosóficas sobre lo que los mayores califican como desgracia o felicidad. Todo resulta aún demasiado abstracto para él.
Impaciente, deja el libro de cuentos sobre la hierba, para poner de nuevo toda su atención en la boca del túnel. Más de una vez, dejando volar su fantasía infantil, ha identificado la imagen del convoy con los personajes más inverosímiles: gigantes que persiguen a sus víctimas por la cañada; un gusano de luz que crece enormemente según su cuerpo luminoso sale del túnel; un dragón que echa fuego por sus fauces…
El agudo silbido de la locomotora le anuncia la entrada del convoy por la parte opuesta de la montaña. Unos minutos más, y el espectáculo de cada día se convertirá en acontecimiento festivo para él.
La negra cabeza del enorme gusano de luz, echando negro humo hacia el cielo, emerge de las oscuras entrañas de la montaña, saludándole con un fuerte silbido. Sus piernas, aquellas extremidades faltas de savia como las ramas del viejo roble que muere en la hondonada, parecen recobrar vida para elevarlo de su silla de ruedas.
La larga hilera de vagones se esfuma rápidamente, para dejar la cañada en completo silencio. Solamente el canto de un pájaro en el cercano robledal, parece querer despedir las últimas luces del atardecer.

***
Entre las enmohecidas vías, se amontonan matojos y zarzas que crecen por doquier. Han pasado muchos meses desde que Luis vio pasar el gusano de luz por última vez. Una nueva línea férrea, más cercana a la costa, ha dejado inutilizada su fuente de sueños y fantasías infantiles. Las salidas al jardín se producen ahora muy raramente. La única razón de permanecer en él, horas y horas, ha desaparecido...
Se siente culpable sin saber la razón… «¿Habré hecho algo que no debiera?», se pregunta. No deja de pensar, una y otra vez, en el compañero de sus juegos fantásticos que, todos los anocheceres, llegaba puntualmente a la cita, anunciándose con su fuerte silbido y el largo y negro penacho de humo.
El gusano de luz ––¡para Luis siempre lo será!––, sigue saliendo de las entrañas de la tierra, pero lo hace por otro túnel, en la parte opuesta de la montaña mucho más cercana a las playas. Marcha resoplando y cargado con gentes que llevan sombrillas como grandes setas multicolores, cestas con comida, flotadores y toallas de colores chillones. Nada más detenerse en la nueva estación, una riada humana parece desbordarse hacia las blancas arenas de las playas.
Cuando el viento sopla del norte, Luis puede oír el lejano silbido de la locomotora. En lugar de alegrarse como antaño, se pone muy triste. Sabe que el gusano de luz no asomará su brillante nariz metálica por la boca del túnel, allí en la hondonada, bajo sus inmóviles pies.
Según pasan los días, su delgadez se acentúa al mismo tiempo que su humor empeora. Sus padres han llenado su cuarto con los más diversos juguetes: un ordenador con muchos juegos y un tren eléctrico con todo su entramado de vías y estaciones. En pocos días, el ordenador dejó de ser utilizado y el tren quedó aparcado en una de las estaciones. Nada ni nadie puede suplir al gusano de luz. Ningún juguete de los que tiene se mueve, silba o echa humo como él...
Otro verano comienza y, con él, el éxodo masivo de gentes que buscan en las orillas de la mar la paz que la ciudad les niega.
Luis, sentado en el jardín, contempla el paisaje a su alrededor. Su mirada, siempre termina en la negra boca del túnel que, cada día un poco más, está siendo ocultada por las zarzas que crecen en lo alto de la montaña y caen como verde cortina sobre el agujero por donde siempre había asomado su negra y humeante nariz el gusano de luz.
Siente unas enormes ganas de empujar su silla de ruedas hasta la hondonada para, adentrándose en el oscuro túnel, buscar al gusano de luz en su madriguera. Quiere saber dónde está y la razón de su larga ausencia.
Sin casi darse cuenta, apoya sus pequeñas manos sobre las ruedas y, empujando con fuerza, va bajando por el angosto sendero del jardín hacia las herrumbrosas vías.
Sudando, como nunca lo ha hecho, se encuentra en el estrecho sendero paralelo a la vía del tren. Continúa empujando en dirección a la boca del túnel, hasta tropezar con la verde cortina que cubre su entrada. Las zarzas y las hiedras, entrelazadas como formando un verde y caprichoso tapiz, parecen querer impedirle el paso. Siente un poco de miedo, pero el deseo largamente acariciado de ver de nuevo al gusano de luz, puede más que sus infantiles temores.
Cuando traspasa el verde tapiz, le llega un fuerte olor a humedad. Las frías gotas que caen del techo del túnel, le hacen dudar... Piensa en retroceder, pero la tenue claridad al fondo despierta en él nuevos y más fuertes deseos por continuar la marcha.
No sabe cuánto tiempo lleva rodando por el túnel. Su único deseo es llegar al lugar donde se ve, cada vez más cercana, una claridad que parece invitarle a seguir…
Calado por completo por el sudor del esfuerzo y por las enormes gotas que caen del techo sin cesar, continua la marcha...
Ahora, se encuentra casi al final del túnel y puede ver el otro lado de la montaña. Es la primera vez que contempla aquel paisaje lleno de verdor. Los robles y los álamos, brillantes sus hojas por el fuerte sol del mediodía, parecen un mar cuyas olas se mueven lentamente con la brisa del atardecer. La mar, entre azul y verde turquesa, brilla allá a lo lejos. Bajo sus pies, el barranco está como cortado en dos por las brillantes vías que, en la lejanía, parecen converger.
Permanece bastante tiempo contemplando aquel paisaje; respirando hondo el aire con olor a yodo que llega de la mar. Después de recuperarse del esfuerzo, siente un fuerte escozor en sus manos y, al mirarlas, ve como están totalmente cubiertas por grandes ampollas.
Un ruido familiar, aún lejano, llama su atención. El silbido de la locomotora ––¡el gusano de luz!––, se escucha cada vez más cerca. De pronto, saliendo del túnel a toda velocidad, contempla el convoy avanzando por la vía que pasa a escasos metros de donde él se encuentra.
Sus piernas parecen recobrar la nunca conocida movilidad, con la visión de la brillante máquina de vapor que se acerca. En pie, contempla el paso del convoy desplazando olas invisibles de aire caliente a su paso.
El estridente silbido de la locomotora, al pasar a su altura, casi le hace perder el equilibrio. Luis, está a punto de rodar por la ladera. Su rostro, de nuevo radiante, está cubierto de sudor y polvo, mientras se agarra fuertemente a la rama de un árbol cercano.
Solamente unos instantes después del paso del tren, cuando el furgón de cola se pierde ya en la negrura del túnel, tiene la sensación de no ser el mismo de antes. La silla de ruedas, compañera inseparable y cárcel perpetua desde que nació, se encuentra unos metros más allá… Ya no está sentado en ella, sino de pie sobre aquellas piernas que, hasta entonces, se habían negado a sostenerle.
Sus fuertes sollozos ––alegría y confusión––, se mezclan con el silbido del gusano de luz, saliendo del túnel al otro lado de la montaña… El silbido, esta vez, parece prolongarse mucho más de lo habitual, hasta convertirse en un alegre y sostenido saludo.
Luis, de pie por primera vez, llora y sonríe al mismo tiempo…


© 2009-Fernando J. M. Domínguez González




Canteiro01 de enero de 2010

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