En el cielo la luna se me antoja una sonrisa plateada. Me observa desde su reinado del cielo negro, sin estrellas. Las luces de la ciudad intentan igualar su majestuosidad y se atreven a mostrar sus débiles luces amarillentas que jamás (aun con los avances de la tecnología) podrían acercarse al resplendor de la luna en las noches solitarias de una persona olvidada.
Una mariposa negra vuela en la calle. Danza en el aire haciendo giros esplendorosos. Y de pronto se detiene. Se para en una rama del árbol de limones que está frente mi ventana y me observa. Pasan quince minutos que nos quedamos inmóviles. Observándonos. La mariposa negra me ha hecho entender algo que cambiará mi vida para siempre. Lo sabe.
Después, se va para no volver jamás.
Despierto del hechizo en el que estaba mientras contemplaba la criatura y me vuelvo a la ciudad una vez más. Vuelvo a ver su resplandor. Suspiro. Alzo la mirada a la luna, ahora cubierta por nubes negras. Suspiro de nuevo. Y me despido de todo.
La mariposa negra me hizo comprender que todo lo que conozco se irá algún día. Que puede ser esta la última noche que vea la luna y la ciudad a sus pies. Me hizo comprender que la muerte se acerca y me llevará como lo hace con todos.
La mariposa negra me reveló que tengo que desprenderme de la vida. Dejar de aferrarme a ella porque sólo es mía en este momento. Después se despedirá de mí y se irá para no volver jamás, así como lo hizo ella.
