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La Abuela Pilarita

LA ABUELA PILARITA
Pilarita era la abuela paterna de mi prima Dolores. Personaje un tanto extraño, la conocimos cuando ambas transitábamos los diez u once años. La mamá de Dolores y mi mamá eran hermanas y trabajaban juntas cocinando en fiestas que organizaba “el gallego”. Éste era amigo del papá de Dolores, Pedro ( que en realidad no era su verdadero papá), un importante chef internacional, que pasaba largas temporadas fuera de su casa. Claro, era internacional. Aunque un día me enteré, mientras la tía y mamá cuchicheaban, que el tío era un tanto aventurero, en realidad recalaba donde lo llamaran, por lo general Buenos Aires ó Mar del Plata. Alguna vez nos invitó al restaurant de turno, nos atendieron como reyes y cuando papá hacía el ademán de pagar, el maître con una sonrisa cómplice argumentaba:
-Ya está todo arreglado caballero!-
Suficiente motivo para que papá lo tuviera en un pedestal por que gracias a él trabajaba, además de albañil y pintor, como mozo para el “gallego”, y ese dinerillo extra que ingresaba al hogar servía para pintar la casa, hacer arreglos y muchas veces, socorrer a la tía Esther, mamá de Dolores, cuando el tío Pedro se extendía en sus temporadas de trabajo “internacional”.
El tío Pedro no tuvo nunca su propio restaurante y no duraba más de un año trabajando en uno. Ya de grande me enteré por qué. El tío Pedro era adicto al juego. Por eso era nómade. Así fue que llegó un día a trabajar al hotel más importante del pueblo recién inaugurado, y terminó enamorándose de tía Esther: joven, viuda y con una niña (Dolores) que en ese momento tenía cuatro años. La verdad que mientras estaba en el pueblo, el tío Pedro era un fenómeno: nos hacía magia apareciendo caramelos detrás de nuestras orejas o nos contaba chistes que algunas veces no entendíamos, pero nos contagiaba su risotada. Su mamá, la abuela Pilarita, vivía en un pueblo a trescientos kilómetros con una hija y su familia.
Una mañana estacionó en la puerta de la casa de Dolores, el camión de Ignacio (otro amigo de tío Pedro) mientras nosotras jugábamos a la rayuela en la vereda, y vimos como ayudaba a descender una viejecita menuda de ojitos vivaces claros y muy poco pelo blanco. Después de saludarnos Ignacio nos instó:
-Saluden a la abuela Pilarita!
-¡¿y vosotros quien sois?!- nos preguntó. Mientras Ignacio le respondía notándonos mudas, estáticas y boquiabiertas, nuestros ojos no podían dejar de mirar como trataba de bajar de la caja del camión, un inmenso baúl con un inmenso candado que después supimos, contenían todas las pertenencias de la abuela Pilarita, quien luego de un entredicho con su hija (¡parece que le planchó un equipo de gimnasia nuevo al nieto y se lo quemó!), le ordenó que se vaya a vivir una temporada con el hijo. O sea, Pedro. O sea, su hermano. O sea, el papá de mi prima Dolores. O sea, la echó.
Su inesperada visita suscitó algunos cambios en la vida diaria de Dolores y por consiguiente en la mía, ya que éramos y aún lo somos, carne y uña. Al ser hijas únicas compartíamos todo, la escuela y hasta el banco donde nos sentábamos cada año. Nuestras viviendas se parecían, las habían hecho con mucho esfuerzo, el papá muerto de Dolores y mi papá que lo ayudó. Típicas de la época, con un pequeño jardín que las antecedían, contaban con lo justo y necesario. Eso sí, cada una tenía su habitación con dos camas que resultaban imprescindibles cuando nos visitaban tíos, primos o los abuelos que vivían en el campo y no faltaban nunca para nuestros cumpleaños, además muchas veces nos quedábamos a dormir la una en la casa de la otra.
. Por supuesto la abuela Pilarita y su enorme baúl, fueron a parar a la pieza de Dolores.
Me contaba, al principio con curiosidad y divertida, más adelante con fastidio, que por las noches la despertaba el crujir de papelitos de celofán, alcanzando a vislumbrar, si a través de la cortina se colaba algún rayo de luna, a la abuela hurgando en su baúl, totalmente a oscuras; y sucedió que muchas veces, al regresar a acostarse, sus pies chocaran con el latón que tenía debajo de la cama logrando que tambaleara y más de una vez, volcara su contenido: la orina de media noche. De nada valieron las súplicas de tía Esther que por favor encendiera la luz del velador y utilizara el baño.
En mi casa no había televisión, pero sí en la de Dolores (regalo para tía Esther con el que apareció tío Pedro a la vuelta de unos de sus viajes más extensos). Pasó de ser nuestro entretenimiento favorito a la hora de tomar la leche con Gaby, Fofo y Miliky, o a la de comer con Hijitus o los Tres Chiflados, a ser el de la abuela Pilarita con su teleteatro de moda. Pero lo peor fue la prohibición absoluta, cuando quedábamos a solas con ella, de disfrutar nuestro programa favorito: “historias para no dormir”, que nos fascinaba y algunas veces podíamos ver a escondidas de nuestros padres mientras trabajaban por la noche.
Todas las mañanas, hervía en un jarro vino con ruda. Cuando toda la casa estaba totalmente impregnada con el aroma, se lo tomaba; decía que prevenía enfermedades. Inmediatamente su nariz parecía que se agrandaba y se enrojecía dándole un tinte payasesco.
Al poco tiempo de la llegada de la abuela Pilarita a la casa de Dolores, nos dimos cuenta que no congeniábamos con la nueva “abuela”. Y como se había declarado una guerra encubierta entre ella y nosotras, pasamos a ser “la peste” (Dolores) y “la enfermedad”, (yo).
Existía un tema del cual nunca se hablaba y nosotras nos preguntábamos todos los días:
-- ¡¿hasta cuándo se va a quedar?! -Hasta que un día, no sabemos si por arrepentimiento, porque la extrañaba o qué, la hija vino a buscarla, pero con el pedido de tía Esther:
-¡vuelva cuando quiera abuela!
Y así fue que regresó muchas veces. Viajaba sola en el micro, con una bolsa grande de donde colgaba atado de un hilo, el latón de orinar.
Pasaron así varios años, Dolores tuvo un hermanito que pasó a ser la debilidad de la abuela Pilarita al que llamaba “nenin”. Grande fue nuestra sorpresa cuando la escuchamos cantarle canciones que hablaban de morros, santos y guerra, viendo a Santiago (que así se llamaba) feliz y persiguiéndola por toda la casa. Sus estadías cada vez más prolongadas, derivaron en la definitiva, esta vez con Ignacio y el baúl. Para ese entonces adolescentes, llegamos a ser indulgentes y hasta cariñosas con ella.
Un día, después de haber festejado su cumpleaños ochenta y ocho, apagar la velita, manifestar como todos los años:
-Bah! Éste es el último- y comerse media torta de chocolate, se sintió mal. Por suerte estaba tío Pedro. La llevaron al hospital y después de varios estudios, la dejaron internada. Cuando volvíamos de la escuela, pasábamos a verla y por cortesía le preguntábamos como estaba y siempre nos contestaba:
-¡Me estoy muriendo!-
Tía Esther nos explicó que en realidad estaba muy viejita pero tenía un corazón fuerte. Así que íbamos a tener abuela para rato.
Una noche en la que tío Pedro estaba ausente, mamá, papá y tía Esther estaban trabajando en una fiesta del “gallego” y nosotras cenando en casa de Dolores y cuidando a Santiaguito, golpean la puerta. Era doña Sofìa, la dueña de la única casa de la cuadra que tenía teléfono. Hilda, enfermera del asilo de ancianos y amiga de mamá, avisaba que Glenda, enfermera como ella pero del hospital lindante al asilo, le contó que hacía instantes había fallecido la abuela Pilarita. Doña Sofía nos prestó el teléfono para llamar al restaurant del “gallego” y hablar con tía Esther. El “gallego”, ante su pedido, ya que estaban en pleno despacho de la comida, se comunicó con la hija de la abuela, con el papá de Dolores y con la funeraria para hacer las tratativas del traslado del cadáver hasta el pueblo donde vivía la hija, descansaba en paz el que había sido su esposo y donde había transcurrido la mayor parte de su vida. Mientras doña Sofía se quedó con Santiaguito, nosotras cumplimos con el encargo de acercarnos al hospital para avisarle a Glenda (la enfermera amiga de Hilda) que todo estaba encaminado, ya estaba en viaje la ambulancia que vendría a buscar el cuerpo de la abuela Pilarita. A esa hora, aproximadamente las diez y media de la noche, los pasillos del hospital estaban desiertos aunque iluminados. Sin saber donde exactamente nos encontraríamos con Glenda, nos acercamos al sector donde se encontraba la habitación que ocupaba la abuela. Estaba a oscuras. Dolores se adelantó y me dijo con un hilo de voz:
-Me parece que todavía está ahí!
Sigilosamente introducimos la cabeza en un acto mezcla de morbosidad y curiosidad ante la muerte y casi desfallecimos cuando la abuela Pilarita abrió los ojos y nos habló:
-Hey! Que haceís aquí marranas a estas horas!
Todo fue el producto de una confusión.
Pasó todavía un mes más, donde cada mediodía, después del cole la visitábamos y fuimos testigos de cómo muy despacito se alejaba. Hasta que un día acompañada por tía Esther y tío Pedro, se fue. Esta vez fue él mismo quien llamó a su hermana, quien le consultó, con lo que le pareció un cierto tono de reproche:
-¡¿Estás seguro, no?!
Dalu
Dalu15 de octubre de 2015

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