El Fruto Prohibido (1)
Era una niña vivaz y traviesa, pero con la ingenuidad inocente propia de la blanca infancia. Criada entre hermanos, todos varones, le encantaba patear piedras y pelotas, chapotear en charcos y trepar a todo árbol que se le pusiera al alcance. Y eso incluía meterse en los jardines y las fincas de los vecinos para comerse los frutos, prohibidos por ajenos. Uno de los vecinos tenía un enorme árbol que daba unos frutos rojos cual pequeñas bayas. A menudo, desde la ventana de su habitación, contemplaba su entramado ramaje con delectación, intentando adivinar a qué sabrían esas bayas pequeñas que caían en racimos abundantes, y que brillaban purpúreas al sol. ¿Sabrían algo ácidas como las fresas? ¿O acaso dulces y blandas como las moras maduras? No, tenían que ser distintas
parecían más prietas y de piel más tersa
¿Pero cómo llegar a ellas? Meterse a cogerlas era imposible; el árbol se erguía justo enfrente de la puerta de salida al jardín del dueño. Y aunque así no fuera, llegar al fruto sería tener que trepar demasiado alto, y no se veía capaz de semejante empresa. Pasaban los días, y la decisión de probar ese fruto crecía más honda que las raíces de ese gigantesco árbol objeto de su deseo.
Un día, se lo comentó a un conocido suyo del barrio, poco mayor que ella pero mucho más alto y fuerte. A ella no le gustaba ese chico; tenía un aspecto desgarbado y sucio, y una mirada chulesca y burlona que le repelía. Además, andaba siempre detrás de los gatitos para colgarles latas en la cola, y reírse de sus desesperados maullidos y correrías en el vano intento de librarse de esa prolongación antinatural de su apéndice. Ella le tenía, pues, como bárbaro y cruel, y evitaba su compañía. Pero pudo más su deseo del fruto prohibido que su desagrado por ese bruto quien, naturalmente, vio ocasión de cometer una gamberrada más, aunque fuera sugerida por esa niñita tontita e inútil cuya tierna compasión por los gatos callejeros nunca alcanzaba a comprender.
Aprovechando que no había nadie en casa y que su madre estaba tendiendo en el jardín, la niña hizo subir esa especie de gorila en ciernes a su habitación para mostrarle el árbol de sus sueños. Atardecía, y los últimos rayos del sol incidían sobre sus frutos tiñéndolos de oro y naranja.
- Mira, ese es el árbol
y ya ves los frutos
¿Los has probado alguna vez?
El chico miró con atención, y una sonrisa entre pícara y divertida se dibujó en su cara de bruto. - Claro
están muy buenos. Mi tio tiene en su huerto. Me los he comido muchas veces. Están mejor que las fresas
sí, mucho mejor
mucho mejor, jajaja ..
- ¿Y tú podrás coger algunos para que nos los comamos?
-Natural
pero tendremos que meternos de noche
yo subiré al árbol y tú me esperas abajo,¿vale?
¡Qué complicación! A la niña le daba mucho miedo la oscuridad; muchas noches, acostada en su cama, se tapaba la cabeza para no ver las sombras que reflejaban las ramas ondeantes de los árboles débilmente sugeridas sobre la pared por la tenue luz de las farolas. Parecían dedos que se deslizaban hasta llegar a tocar su carita y rozarle los pies
Pero no, sabía que era su oportunidad de probar el fruto prohibido. Así que, haciendo acopio de todo el valor que podía, asintió, y quedaron para esa misma noche cuando ya todos estuvieran dormidos.