Tiene el paisaje galés la densidad de los algodonales de sus nubes, la suavidad de la lana de sus ovejas, la transparencia de sus ríos tranquilos. Merodean las duras ventiscas entre las verdes colinas y el océano, gris azulado en los días claros, plúmbeo en los días cubiertos; aguas de grandes mareas que empapan las arenas pardas, grises o doradas, y que se abaten contra las rocas ya oscuras, ya pálidas, de los diques de rocalla y de los acantilados. Suave llovizna entreverada de ocasionales chaparrones, pero sin rayo ni arco iris que rompa la monotonía de un cielo monocromático. Y bajo esta lluvia y este cielo se extienden los pastos interminables en forma de égloga infinita. Pastores y recolectores conviven en plácida y bucólica armonía en un tiempo que camina despacio, de puntillas, casi detenido, como no queriendo despertar el hálito infernal del dragón rojo, símbolo secular de esta tierra.
Y es que en el galés convive la mágica fantasía de las leyendas célticas y el sosegado pragmatismo de una vida sencilla y sin ambiciosas pretensiones. Sus ojos claros tienen una mirada directa, no exenta de orgullo de raza, mas con una expresión afable para el foráneo. Gusta del saludo al pasar, de la tímida sonrisa ofrecida al forastero con el interrogante de una cándida y respetuosa curiosidad, evidenciada en el gesto. Es morador silencioso en su casa, reservando el ruido para bares y tabernas. Su hogar es un reducto de figuritas, antigüedades y artilugios diversos plácidamente inertes que colecciona con fervor, cubriendo muebles y poblando rincones.
Las calles tienen aceras estrechas donde se alinean casas estructuralmente homogéneas; sin embargo, cada galés da un sello distintivo a su vivienda en la fachada, pintándola siempre de un color diferente del de la casa colindante. Contrasta lo variegado del colorido de su hilera de casas, cual xilofón infantil, con la oscuridad y la intrincada lobreguez de sus iglesias y monumentos, como sacadas de una novela de Harry Potter.
En primavera, el verde del campo se pincela por doquier con pequeñas flores silvestres; mas son las llamativas flores de bulbo las favoritas a la hora de adornar sus calles y plazas. Seguramente, es la exuberante intensidad colorista de su gran corola, y el tallo largo, flexible y rectilíneo con su vaivén al viento, los que apelan a su sensibilidad para tal elección. Porque en el corazón del galés arde la pasión céltica, a la vez que en el alma alberga la sobria fortaleza de un pueblo tantas veces sometido, pero nunca dominado