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El Suéter Color Ocre

Mis ojos todavía estaban adormecidos en un sueño perfectamente estructurado, pero mi mente se sosegaba por las imágenes que simulaban ser sueños de lo que quizás fue mi vida pasada o lo que sucedería en algún futuro lejano.
La mañana aún estaba en silencio y los primeros rayos del sol aumentaban su volumen en la medida que los minutos corrían dentro del reloj, y las aves que recorrían las nubes de aquello que llamamos cielo iban desplegando sus cantos, anunciando, tal vez, el comienzo de un nuevo día.
La alarma del teléfono comenzó a sonar y en mi intento desvanecido de apagarla, no logré más que lanzarla al suelo con la mala suerte de que aún siga castigando mi insomnio con sus sonidos impertinentes y la música que se introducía por entre mis oídos y tenía la capacidad de despertar enérgicamente las células de mis pensamientos.
En fin, la resignación fue ganando terreno y mi cuerpo cansado, se resignó a levantarse de la cama cayendo en la tentación de continuar con aquello que en la noche anterior había comenzado.
El primer acto fue atender a las múltiples imperfecciones que subyacían sobre mi cama, ordenarla y desordenarla, de acuerdo a mis gustos y a sus gustos también, buscando la simetría entre las sabanas y la cobija, que no había encontrado en mi alma.
Decidí indeclinablemente tomar una ducha relajante, de modo tal que mis músculos aún dormidos, reaccionaran con el calor que tal vez el agua le proporcionaría y así podría comenzar con aquello que me aburría, la simple rutina de hacer todo aquello que detestamos pero que a veces y a fin de cuentas, nos genera el placer de obtener lo que deseamos.
Tomé mi desayuno, no recuerdo si era un té con tostadas o simplemente un café, pero recuerdo que mi lengua había sentido el sabor dulce del primer alimento del alba.
Todo hasta aquel entonces estaba bien, no había errores y mis ojos grises estaban perfectamente alineados, mi cuerpo respondía a mis múltiples acciones y solo faltaba el único detalle de abrigar el cuerpo, prepararlo para el exterior y las consecuencias del frescor que solía envolver las hojas del viejo sauce y dejarlas sobre alguna calle vacía, si, solo eso faltaba.
Caminé por el corredor hasta el último pasillo y abrí con mero cuidado la puerta de cedro de mi habitación y allí estaba él, tendido sobre un sillón de seda, con sus arrugas incandescentes pero que desteñían un mínimo detalle sobre su cuerpo, sobre sus tejidos y sus dibujos tan estrictamente diseñados como una línea sin regla en el papel de algún cuaderno vacío.
Allí estaba, cerca de la ventana, tendido como si el tiempo no actuara sobre el, disfrutando tal vez, del reflejo que sostenía la delgada ventana de aquella habitación, minuciosamente decorada.
Tuve el coraje de tomarlo por sus extremos e intentar colocarme aquel suéter color ocre tejido con el cuidado de mil doncellas y la poca luminosidad de un sótano vacío, y fue entonces cuando sentí sobre mi piel la presión de diez rocas de acero sobre un cristal transparente, que ejercía una fuerza tan poco creíble y difícil de explicar.
Pude sentir como los hilos comenzaron a desatarse lentamente y se volvían a enredar, al ritmo de la música del silencio que no se escuchaba pero si sentía y en mi desesperado intento por tomar tan solo una bocanada de aire, aquel suéter comenzó a estrechar sus dimensiones sobre mi tórax al punto que se transformó en lana putrefacta, mal cosida y ceñida por un solo objetivo; armar y desarmar sus volúmenes de acuerdo a su propio pensamiento.
Mis brazos se encogían y mis músculos aún continuaban reanimando mi necesidad de colocarme aquel viejo suéter, los intentos eran fallidos pero la voluntad tenía la consistencia del mercurio, así que mis espasmódicos movimientos por adaptar la tela suavemente cosida a las curvas de mi físico, siguió insistiendo.
Así continué en la batalla campal por colocarme aquel tejido cromado, si, continué casi sin cesar, sin medir el tiempo, sin medir las horas ni los minutos que podrían tal vez llevarme aquella leve obsesión.
Aún no recuerdo como fue que tuve un lapso de ineptitud y de reminiscencia, pero la sangre que recorría mi cuerpo se fue desgastando por los latidos casi invisibles de mi corazón, y mis pensamientos, ya no eran claros, eran semi oscuros, mi boca exhalaba un suspiro de desaliento seguido por un fuerte grito desesperado mientras sentía que mis pies caían sobre el piso sin pretender mantenerme erguida sobre el suelo de madera.
Mi pecho estaba helado, y mis manos no respondían a mis deseos, mis piernas parecían un mármol de cientos de años, inmóviles y hasta tiesas.
Eran las 6 de la tarde y el sol parecía jugar a las escondidas, se caía como caía mi cuerpo tendido, como quien duerme un profundo sueño, luego de haber vivido.
Si, veía la oscuridad y la veía desde el ángulo del suelo, mis ojos otra vez estaban cansados, cayendo en el quinto sueño, y el suéter que retorcía mis pulgares y mi frágil cuello.
Todavía puedo ver desde la ventana que da al patio, como mi pelo toca las imperfecciones de la cerámica del piso, y como la mesa de luz choca con mi pie derecho.
Veo, veo con claridad desde el vidrio los últimos susurros que le digo al viento. Si, suena el teléfono y no puedo moverme, el suéter todavía se ríe mí, aunque solo esté quieto.
El sonido deja de enfurecerme y me voy con el viento, puedo ver desde la ventana, tendido parte de mi cuerpo.
Oh mujer, ¿qué ha pasado conmigo? – Me pregunto sin decir palabra alguna
Las horas siguen corriendo y sigo en el suelo. Mi corazón ya no late, mis ojos ya no ven y ya casi no siento, no siento la brisa ni mucho menos el sudor del viento.
Oh mujer, ¿qué ha pasado conmigo?
Quise ponerme un suéter y he fallecido en el intento.

Denisse16 de junio de 2012

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