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El Bosque

La casa que buscaban se encontraba al final del camino en el que les sorprendió la noche. De repente, se hizo el oscuro. Aquello fue como si alguien hubiera pulsado un interruptor y se apagase el cielo: azul eléctrico, primero; azul muy oscuro, después; negro, al final. Recuerdan quienes lo vieron que el niño se puso a temblar de frío, de miedo tal vez, al tiempo que la mujer creemos que lo tomó de la mano mientras seguían los pasos de un hombre que, a corta distancia, parecía ser el guía de tan triste expedición.

En tan sólo unos segundos, las manos de la mujer y el niño se separaron, que poco dura la protección cuando la noche llega decidida. Sin estridencias, la mujer fue rezagándose, alejándose del muchacho que la miraba con unos ojos incapaces de verter lágrimas por una pérdida que se le antojaba inexorable. El hombre, por su parte, seguía marchando, y también el niño que, pese al llanto contenido, no se atrevía a apartarse de las huellas que marcaban la ruta hacia la casa del final del camino. La mujer quedó atrás, engullida por una noche dispuesta a celebrar la nueva pieza cobrada con una algarabía de aullidos, rumor de maleza y baile de ramas. Cuando al fin desapareció, la casa aún no asomaba ante los ojos de los caminantes.

Hombre y muchacho quedaron solos en el camino que atravesaba el bosque, devorados por la oscuridad y asaeteados por ruidos desconocidos que se clavaban en sus cuerpos como flechas disparadas por el más diestro y villano de los enemigos. Con los ruidos, con la noche y su soledad, se presentó también el miedo en forma de sombra que recorría los pasillos formados por las hileras de árboles. El niño comenzó a temblar, pero el hombre no se detuvo.

- ¡Papá! No puedo andar más, no voy a llegar a la casa.

Seguía caminando, aunque con pasos cada vez más breves. El padre miró a su hijo, vio su dolor y se dirigió hacia él. No le dijo nada porque no solía hablar mucho, le faltaban palabras y probablemente situaciones en que emplearlas. Solamente tomó su mano y condujo al muchacho hacia un ensanchamiento del camino al borde del cual crecía un árbol junto a una gran roca manchada de musgo verdinegro. Allí pararon, porque el lugar parecía ofrecer una mínima protección frente a las voces del bosque y sus sombras.

Se sentaron, y el padre apoyó su espalda contra la roca, acarició la cabeza del muchacho y éste también se recostó sobre el brazo derecho del hombre. No tenían mucho de qué hablar y en ese momento no parecían tener el valor necesario para nombrar lo que verdaderamente les preocupaba. Es seguro que ambos recordaban a la mujer, la madre, recientemente perdida en el camino. Ella había sido siempre el nexo de unión, faro y punto de referencia de la familia. Sin embargo, ya no estaba.

El chico seguía temblando de frío y de miedo. Se abrazaba a la cintura del padre con una fuerza inusitada que reclamaba una protección que el hombre, pese a su deseo, no estaba en condiciones de proporcionar. Silencio y ruido. Frío y oscuridad. Miedo y necesidad de protección. Impotencia. El bosque en todo su esplendor.

Las sombras que antes se veían a lo lejos cada vez estaban más cerca del reducto improvisado en el que hombre y muchacho habían decidido aguantar sus miedos hasta el amanecer. La primera que llegó se estrelló contra la piedra protectora y ese accidente enseñó a las otras cuál era el camino a seguir. Poco a poco, el viento negro móvil del bosque fue tomando posiciones en los árboles cercanos, en el borde del camino y en las inmediaciones de la gran roca. El niño no hacía más que temblar mientras el padre lo miraba sin encontrar la manera de evitar el peligro indudable que sobre ellos se cernía. La muerte era en aquella noche mucho más que una posibilidad; era una figura con cara de sombra y cuerpo de sombra que se abalanzaba sobre el padre y el hijo con determinación clara y contundente. Por mucho que el hombre cobijase al niño en su seno no podría –lo sabía- evitar la victoria final de tan poderoso enemigo. Sus cuerpos crujían de dolor y miedo mientras la noche, el bosque, la lejanía de la casa al final del camino y los recuerdos ganaban terreno en la batalla.

Cuando todo estaba ya irremisiblemente perdido, el padre comenzó a entonar una salmodia al principio inaudible que fue ganando cuerpo a medida que crecía en entidad. Érase una vez, comenzaba, y tras esas palabras brotaron de sus labios como a chorro las palabras que componían una historia; y con cada frase parece que se levantara una columna; y de cada columna se diría que brotaban vigas que terminaban por sustentar un techo protector. A medida que la historia avanzaba, las palabras, las ideas, los personajes poblaban la ínfima construcción hasta completar un hogar improvisado para padre e hijo. Solamente con la mentira final se cerró la puerta del refugio de palabras. En el engaño del fueron felices pudieron cobijarse hombre y muchacho hasta que la luz del alba volvió a mostrarles el camino largo, pero libre, que conducía a la casa. De las fieras sombras que tan cerca estuvieron de conseguir su objetivo sólo supieron que les seguían a un tiro de piedra, esperando, probablemente, una nueva ocasión en la que lograr su objetivo.
Desousa10 de diciembre de 2007

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