Mientras las noches cuelgan de mi habitación como cavernas heladas, aquel espectro acariciaba mi rostro con mi propia sábana y rozaba mis mejillas con un soplo de aliento hasta congelar el sudor que generaba el miedo; un miedo paralizante, donde la boca se llena de gritos, gritos mudos que jamás fueron escuchados por algún oído humano.
La pesadilla terminaba siempre de la misma manera; hasta que un día, aquel maldito y enorme murciélago, ingresó por mi ventana y se colgó del techo; mientras un líquido viscoso que salía por su boca comenzó a caer sobre mi almohada...justo cerca de mi oído derecho.