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La Posada (relato)

La posada estaba situada en el camino que conducía desde la aldea hasta la ciudad más próxima y quella noche era tan fría que había que llevar gorro de lana para protegerse del viento. El canto de los grillos, escondidos entre los trigales, rememoraban en el viajero pensamientos incoherentes, ideas estériles porque llevaba el ánimo deprimido. ¡Cuánto deseaba estar ya sentado, alrededor de la hoguera, charlando con unos cuantos viajeros más y sentirse resguardado por las luces de algunas pequeñas lámparas para notar que todavía tenía algo más que sentir que la soledad, la soledad y el silencio. Necesitaba hablar con otro ser humano de manera descuidada, sólo por el mero hecho de expresarse sin miedo alguno, sin temor de que nadie le recriminara nada. ¿Era eso pedir demasiado? Su mirada, penetrante como las agujas de tejer que tanto acompañó a su querida abuela, se fijaba en todo el contorno que le rodeaba. Sí. Era buena la idea de parar en la posada.

Mientras seguía caminando pensó en que su vida era plena, llena de ineresantes anécdotas, inventadas o no inventadas, para contarlas a quienes quisieran escucharlas. Su espíritu emprendedor siempre estaba dispuesto, aunque aquella noche todo le parecía distinto. Necesitaba ser abrazado por alguien. Necesitaba animarse un poco para combatir el tedio y, en medio del frío, sintió un verdadero fastidio. Todavía le quedaba por caminar veinticuatro kilómetros. Sintió ganas de detenerse, pero aquello supondría que había dejado de tener fe en su aventura humana. Se sintió más lejos que nunca de ser un verdadero humano más necesitado de lo que en un principio había imaginado. Su expresión de desagrado era evidente; pero había que tener paciencia y seguir adelante. Sintió un profundo dolor en el costado derecho mas ya no podía detenerse pues era costumbre en él enfrentarse a cualquier contratiempo de la mejor manera posible. Y eso era, justamente, lo que estaba pensando. No se explicaba bien por qué se encontaba en aquel camino, en medio del frondoso bosque donde los abedules y las hayas eran como fantasmas nacidos de la oscuridad nocturna. Con el ánimo un poco encogido se sentía, sin embargo, verdaderamente agradecido por ser tan independiente. Razonó que los pescadores dependen de los pescados para alimentar a sus familias. ¿Y él? ¿Qué necesitaba él en aquel mundo tan oscuro? Solamente alguien a quien contar que, a pesar de todo, buscaba ser feliz.

Siguió meditando. Si un hombre como él estaba tan necesitado de compañía debía ser que no era un hombre tan completo como los demás creían. Llevaba un enorme fardo de tejidos con la intención de poder venderlos en la ciudad y obtener una suculenta ganancia. La cuestión era venderlo todo como si procediera de Cachemira y, sin embargo, sabía que eso era mentira. La bruma le acuciaba por todos los lados. ¿La mentira? ¿Qué importancia podría tener la mentira si, a cambio de ella, aumentaba su capital? Pensó, por un momento, que los sentimientos podían sustituirse por las palabras. ¿Por qué, entonces, aquella sensación de culpabilidad hacía que el peso del gran fardo de los tejidos se duplicara por cada kilómetro que avanzaba? Después de pensar en ello, tomó la decisión de que no era importante engañar o no engañar a unos compradores que sólo se dejaban convencer por la apariencias. Pensó. Pasaban los años y él se encontraba cada vez mejor sintiendo que sus beneficios aumentaban pero, sin embargo, ahora necesitaba a alguien a quien poder contárselo y que supiera cuál era la verdad. Alguien que fuese un forastero acostumbrado a escuchar historias ficticias sin preguntar de dónde procedían ni por qué las inventaba sabiendo que sólo era una manera de descargar su conciencia. Un forastero, o un forastera, que allí, en medio de la noche cerrada, le escuchara con los ojos llenos de asombro. Que fuese un hombre o una mujer le daba lo mismo porque eso, ahora, no tenía la menor importancia. O al menos era eso lo que él creía. Cargando el fardo, de repente le entró pánico de pensar que podría caer en una emboscada, en un asalto de ladrones que le dejarían completamente desnudo y abandonado en aquella zona inhóspita. ¡Una emboscada! ¡Sería verdaderamente terrible que le robaran toda aquella fortuna que estaba a punto de obtener! Tendría muy presente no hacerse visible a los ojos de aquellos supuestos bandoleros y, abandonando el camino, se adentró en el oscuro bosque.

Algunos búhos soltaron ruidos extraños y la piel se le erizó; pero luego soltó una patética carcajada, producto de los nervios, y aceleró un poco el paso. Pensó que no tardaría mucho tiempo en acostumbrarse a seguir andando en medio de aquella bruma nocturnal, rodeado de unos fantasmas imaginarios que sólo eran productos de su febril estado de ánimo. Sintió que su chaquetón le pesaba como si fuese una verdadera armadura medieval y un agudo chillido de espanto surgió de su garganta. Aquel extraño proceder no era propio de su personalidad pero, en medio de todo aquel dantesco ambiente, cualquier hombre, por muy valiente que fuese, habría hecho lo mismo: soltar un agudo chillido para forzar la huída de las alimañas. Sintió que su juventud se le estaba escapando. Necesitaba, urgentemente, a otro ser humano a quien contarle, cara a cara, que todos los seres como él eran inocentes hasta que se demostrara lo contrario.

Platicar. Esa era la necesidad urgente que le acompañaba toda aquella noche. La vida ya le empujaba hacia el abismo y él sólo se dejaba arrastrar por aquella clase de vida eliminando prejuicios a la hora de poder estafar a quienes querían engañarle a él. Era su verdadero lema. Aliarse con la mentira para no sucumbir en aquel mundo donde los más pícaros eran los que más provecho obtenían. Muy pocos podían superarle en aquella labor. Era evidente que si estaba triunfando en los negocios era por su proverbial manera de hacer creer lo que, en principio, parecía increíble. La casualidad le había llevado hacia aquel tenebroso bosque y la casualidad sería la que le conduciría a la posada que estaba buscando con tanta ansiedad.

Aunque ya estaba dejando de ser joven, la sensación de alcanzar un lugar destacado en la sociedad era lo que le empujaba a no pensar en ello. Al fin y al cabo su juventud había sido tan desgraciada que sólo alcanzar un alto lugar en la ciudad podría devolvérsela con plenitud. Eso era lo que él estaba pensando. Tenía una apasionada inclinación por poseer cada vez más. ¿Qué era entonces aquel extraño sentimiento que ahora le agobiaba mientras el fardo seguía pesándole más cada kilómetro que seguía avanzando? No podía comprenderlo. No quería comprenderlo. No estaba dispuesto a comprenderlo. La raza de los seres superiores, según él, no se detenía a pensar en eso. Y él se crecía, de verdad, miembro de una raza superior a todos los demás habitantes de la ciudad que tenía prevista como meta final de su viaje. ¿Se estaba convirtiendo en un desgraciado? ¿Por qué? ¿Por qué iba a ser una desgracia aquello de ansiar tener tanto aunque fuese a costa del resto de la humanidad?

El bosque entero se enfriaba cada vez más. Se preguntó que si ya había llegado la hora de tener la oportunidad de ser algo más que un simple ciudadano anónimo en medio del resto de los anónimos ciudadanos. Tan anónimo como la inmensa mayoría de todos ellos. De acuerdo. No sentía el calor de un hogar, pero había decidido que tendría tiempo para hablar con alguna mujer que, en la posada, estuviera esperando su llegada para rendirse a sus pies y pedirle que se casara con ella; y continuó andando mientras seguía pensando que era un hombre que cada día iba aumentando su caja de caudales. Por un momento detuvo su caminar y escuchó. ¿Qué era aquel extraño silencio que, de repente, le rodeaba por todas las partes de su ser? Sintió miedo. Sintió deseos de correr hacia algún lugar donde la visión se volviera clara del todo. Sin embargo, era una especie de imán aquella necesidad de llegar a la posada. ¿Dejar el fardo abandonado? ¡No! ¡Jamás! Él deseaba llegar a la posada como un verdadero triunfador y no como alguien acobardado que, ante el silencio del bosque, había decidido seguir siendo tan anónimo como otros muchísimos habitantes de la ciudad. ¿Por qué no podría llegar, algún día, a ser alcalde? Si seguía obteniendo ganancias tan suculentas ejerciendo la labor de un verdadero estafador seguiría obteniendo cada vez mayores poderes y él sabía que el poder era una verdadera catapulta para lograr alcanzar metas hasta como la de ser alcalde y después hasta como la de ser gobernador o incluso como la de ser presidente del país visitado por millones y millones de personas. ¡Qué felicidad sería eso de salir en las portadas de todos los periódicos regionales, nacionales y hasta internacionales! Así que decidió no abandonar el grande y pesado fardo de aquellos tejidos por nada del mundo. Conseguiría lo que quería alcanzar si solamente se mostraba ser fuerte; tener la suficiente perseverancia como para no tener miedo del silencio. y, sin embargo, ¡cuánta necesidad tenía de hablar con alguien en aquella noche donde todo era penumbra y vacío existencial! A pesar de ello se dijo a sí mismo que era una tontería ponerse, en aquel momento, a filosofar sobre la vida humana. Su verdadera condición le llamaba la éxito y el éxito pasaba, según ansiaba él, por llegar a la posada y poder contar, a todos y a todas allí presentes, quién era él, qué ansiaba él, qué soñaba él cuando se encontraba en su propio hogar contando y recontando las numerosas monedas que iban aumentando y que ya empezaban a ser un pequeño tesoro que él lo convertiría en grande de la manera que él solo sabía hacerlo. ¡Les dejaría a todos y a todas con la boca abierta!

Conversar. En medio de aquella desagradable noche lo más importante era comunicarse con alguien a quien poder demostrar que él era un hombre llamado a ser muy importante. Había pasado tanto tiempo sin tener una conversación amena con nadie que ahora, mientras caminaba cada vez más cansado, la urgencia de hablar con alguien era muy evidente. Algunos quizás pensarían que aquella necesidad era una locura pero él no; él estaba seguro de que su grandeza era superior a lo que pensara cualquier otro ciudadano o ciudadana. Se sentía empujado por la diosa Fortuna especulando con sus mercancías que hacía pasar por verdaderas maravillas cuando no tenían absolutamente nada de maravilloso mas que la apariencia con que él las presentaba. Pero, en medio de aquel bosque oscuro y amenazador, no podía hablar con ninguna persona sobre este asunto. Y, por primera vez en su vida, se sintió desolado por no tener una compañera. Por eso volvió a caminar para no sucumbir. ¿Compañera? ¿Para qué quería él una compañera con quien tener que compartir sus ganancias? ¡No! Para llegar a la meta como un triunfador era mejor hacerlo en soledad.

De repente sintió que un sudor frío le corría por toda la espalda. Se encontraba ante un peligro desconocido. ¿Qué podría ser? ¿Sería algún fantasma del pasado al cual tenía que enfrentarse ahora? ¿O era un fantasma del presente? Su cara, siempre afable para engañar a los demás, se convirtió repentinamente en un cúmulo de temores. ¿Y si ahora le devoraba algún animal y perdía todo lo que tanto deseaba alcanzar? ¿Sería un lobo desconocido el que le estaba acechando entre los ramajes? Soltó un alarido terrorífico y el animal, fuese lo que fuese, huyó tan velozmente que los arbustos crujieron con estrépito. Sintió que su corazón le golpeaba tanto dentro de su pecho que notó, por un momento, que todo se había acabado; así que, sentándose en una enorme piedra de color gris, pensó en lo gris que era toda aquella vida que siempre había conocido. ¡Eso era! ¡En eso consistía su afán! ¡Salir de la gris monotonía diaria y dar un salto cualitativo hacia la fastuosa vida de los poderosos! Así que ya dejó de recordar. Le gustaría añadir un poco de alegría a aquella oscura aventura, pero se sentía común, tan común como para no tener nada importante que contar a los de la posada. ¡Si al menos hubiese alguien dentro de su corazón no tendría una vida tan aburrida y tan en extremo rancia! ¡Si al menos alguna dama le hubiese robado el corazón! ¡Vaya tontería! No era el momento oportuno de pensar en ello. ¿Una dama que le quitaría, con un solo golpe de astucia, todo lo conseguido hasta aquel entonces? ¡Había que ser más astuto que ella! No se daba cuenta de que no existía ninguna misteriosa dama salvo en su imaginación. ¿Se estaba volviendo loco sin darse cuenta de ello? Lo único que decidió hacer fue volver a colgarse el fardo sobre el hombro derecho y seguir, con más ansiedad que antes, hasta alcanzar la posada en dónde todos los allí presentes, hombres y mujeres, niños y ancianos, le nombrarían el rey de la noche cuando escuchasen la narración de sus aventuras; unas aventuras que nadie podría jamás descubrir que eran solamente imaginaciones de alguien que estaba perdiendo la razón.

¿Razonar? ¿Por qué tenía que razonar ahora que estaba alcanzando lo que tanto ansiaba para él mismo? ¿Los demás? ¡Los demás sólo eran enemigos mortales de toda aquella lucha sin cuartel ni tregua alguna! Su triunfo sería la tarjeta de su propia identidad y con dicha tarjeta de identidad deslumbraría al mundo entero. Su conciencia se convirtió en un escudo de protección para sus intereses. Mas su aspecto era cada vez más desagradable. Así que sacó una botella de coñac que llevaba en el bolsillo izquierdo de su chaquetón, se sentó en la hierba, y comenzó a beber para darse ánimos. Eso le dejó satisfecho pero, una vez reanudada su marcha, ya estaba perdido el sentido de la orientación y comenzó a girar por el bosque sin referencia alguna. Sintió que sus piernas le pesaban cada vez más, como si se hubiesen convertido en plomo. ¡La mente! ¡Lo importante era controlar la mente! Y se dijo a sí mismo que era mentalmente fuerte; el menos lo suficientemente fuerte como para cumplir con el objetivo que se había propuesto: encontrar a alguien en la posada a quien contarle todas sus victorias. Sus bien inventadas victorias. La proximidad de un río le hizo sonreír; pero su sonrisa ya sólo era una mueca nada más. ¡Allí estaba el río! ¡Allí estaba toda la frescura que tanto necesitaba para rebajar su estado febril! Dejó caer el fardo sobre el suelo, se arrodilló y zambulló toda su cabeza en el agua. El frío le congeló hasta las orejas; mas aquello era una demostración de que había sido capaz. ¿Capaz de qué? Se hizo esta pregunta y, tras un leve momento de duda, se arrepintió de haber iniciado aquella aventura o, al menos, de haberla iniciado en soledad. ¡Cuánto necesitaba la presencia de un ser humano, hombre o mujer, con quien compartir sus ideales! ¡No! ¿Compartir sus ideales para que otro ser humano le despojase de la importancia que suponía haberlo conseguido todo solamente él? ¡Jamás!

Siguió caminando con rumbo desconocido. ¡Qué lejana quedaba ya su infancia! Recordó aquella niñez desprovista de cualquier clase de amor. Recordó a un padre y a una madre siempre discutiendo hasta llegar a la separación definitiva. Recordó las mil y una amarguras que tuvo que soportar en casa de sus tíos: un hombre y una mujer sin sensibildiad alguna que, a cambio de un pedazo de pan y un vaso de agua, le habían eliminado cualquier alegría infantil. ¡Almanaques! ¡Almanaques que se sucedían, unos tras otros, mientras él sentía cada vez mayor su abandono, su desolación, su angustia, su amargura y su deseo de no haber tenido que nacer. Proveniente de algún lugar lejano se escuchó el ladrido de un perro. Miró al cielo para contemplar la luna y un millar de estrellas. ¿Por qué todas ellas se burlaban de él? ¿Quiénes eran la luna y las mil estrellas para reírse de su ansiedad? Sí. Por supuesto que iba a seguir adelante sin importarle las ironías de nadie, absolutamente de nadie, y menos aún de aquella luna y aquel millar de estrellas que nunca jamás comprenderían sus humanos razonamientos. ¡Poseer! ¡Poseer! ¡Poseer para sustituir las carencias infantiles! Así que se puso en pie y no pensó en otra cosa más que en las clases de aventuras que tendría que inventar para deslumbrar a las docenas y docenas de oyentes, hombres y mujeres, niños y ancianos, que encontraría en la posada. Tenía miles de motivos para seguir caminando hasta conseguir una vida plena de goces, llena de lujos y rebosante de caprichos. ¿Y qué importaba ya lo que dijeran los demás? Lo importante era solamente triunfar.

El canto gutural de unos sapos hizo que se le sobresaltara el ánimo y decidió abandonar la ribera del río cuando más hambriento se encontraba. ¿Por qué no se le habría ocurrido llevar también una mochila llena de alimentos? ¡No! ¡Era mucho mejor cargar aquel grande y pesado fardo donde iba la verdadera oportunidad de sentirse vivo, de sentirse realizado, de sentirse importante, de calmar toda aquella fiebre que se apoderaba cada vez más de su personalidad! Detestaba cualquier clase de esfuerzo pero aquel sí que merecía la pena. Crujió una rama de árbol que habia aplastado con sus botas. Sintió como si hubiese crujido algún hueso dentro de su cráneo. ¿Era verdad que estaba enloqueciendo o era la lucidez de quienes están a punto de lograr lo que hace que los demás le conviertan en un ser importante? Amarraría muy bien la oportunidad de conseguirlo. Era una acción que él no no consideraba ni buena ni mala sino solamente necesaria. ¿Bondad? ¿Maldad? ¿Qué podía significar para él, recordando su frutrada y su ya casi acabada juventud, lo que resultaba ser bueno o resultaba ser malo? Todo estaba bien si todo le conducía a ser el más brillante hombre de aquella ciudad. La opulencia era lo que deseaba. La opulencia y la existencia de muchos hombres o mujeres, niños o ancianos, a quienes deslumbrar contando sus historias. Esto reavivó todos sus sentidos y redobló sus pasos. Ahora se sentía mucho más ligero porque pensaba solamente en la justa venganza por todos los sufrimientos tenidos que soportar en su niñez. De acuerdo que la juventud se le estaba escapando a manos llenas pero ¿para qué servía la juventud sino para tener sentimientos que él ya los había superado? De pronto se convirtió en un ser miserable pero no le importó lo más mínimo. ¡A él sólo le importaba ya combatir por alcanzar la fama! Y él quería ser, sobre todas las cosas, ser un hombre famoso para no volver a verse sometido a la tiranía de los demás. Ya sólo confiaba en sus habilidades de manifestar una grandeza que se había visto obligado a perseguir! ¿Inventar historias? ¡Claro que era mejor inventar historias! Dedujo que una buena historia inventanda era muhísimo mejor que una buena historia vacía. ¿Y a quién le iba a importar una buena historia vacía? Así que estaba desarrollando su imaginación para contar buenas historias inventadas sin que los demás supiesen que eran inventadas o no eran inventadas. Eso quedaría solamente en las conciencias de quienes las escucharan.

En realidad, para él la sabiduría sólo era el arte de perder el tiempo intentando convencer a los demás con argumentos más o menos imaginativos. Por eso huía de la sabiduría y centraba toda su pasión en el engaño, en la artimaña, en la picaresca y en esa manera de ser que tan lejos le había dejado de los demás. ¡Era la ocasión de acercarse a todos ellos y a todas ellas y usarlos como el mejor laboratorio de pruebas pra experimentar el goce de que todos y todas le escucharan! ¡Cómo se iban a quedar con la boca abierta mientras él les dirigía todo un discurso de increíbles peripecias! ¿Por qué no aprovecharse de la ignorancia de los demás si la ignorancia es un pecado? ¿Y no era justo combatir a un pecado con otro pecado? No deseaba plantearse ningún asunto ético, pero no podía evitar que la conciencia le estuviera reclamando lo que él no estaba dispuesto a pagar. El lejano ladrido del perro le volvió a obsesionar. ¡Habría personas alrededor del perro! Por un momento sintió envidia del animal, de que estuviera rodeado de personas que le acarciaban y le amaban. ¿Era justo que él, siendo un ser humano, reclamara más cariño y más amor que un simple perro? La envidia le hizo recobrar más fuerzas y siguió adelante.

Hacía ya muchas horas que estaba perdido cuando la arboleda comenzó a ser má escasa. En un lugar del bosque encontró la hoja, ajada ya por el paso del tiempo, de un periódico. Estaba tirada en el suelo. La cogió y comenzó a leer. Era la crítica de un periodista escrita sobre "Cien años de soledad" ¿No eran casi cien años de soledad lo que él había sentido siempre desde cuando solamente era un niño de tan sólo cinco años de edad? Pues si alguien había alcanzado el éxito y la fama con cien años de soledad él tenía mucho más derecho de alcanzar ambas cosas porque tenía en su interior mil años de ausencia. De repente encontró la salida del bosque y, ante sus ojos, la posada. Era una posada blanca; pero el perro ya no estaba allí.

La puerta se abrió fácilmente. Entró en el interior de la posada, arrojó su grande y pesado fardo sobre una mesa de madera y comenzó a gritar. ¡Estaba llamando la atención de todos y todas que se encontraban reunidos allí! Dejó de gritar y escuchó. Sólo había ausencia. Volvió a pensar en sus ausencias de juventud y gritó mucho más alto para acabar con tanta soledad. Nadie le respondió. De repente se dio cuenta de que tenía hambre y allí no había nada de comer ni nadie que le diera un pedazo de pan y un vaso de agua. Se derrumbó en el suelo y quedó inerte. Su último pensamiento, antes de cerrar los ojos, fue quedarse dormido por ver si al despertar todo aquello no había existido jamás.
Diesel01 de marzo de 2016

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