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Soledad de Caucho

Se han alejado, de toda formalidad, los hijos del asfalto. Dentro de sus siete prendas de vestir son humanos, o humanoides diferidos, o formas que acumulan vértebras y un organismo vascular. Mudos. Sordos a los ruidos de la sonora selva, se inquietan; precisan de la ayuda maternal de wifi y de los rigores del más lamentable porno. Tatuemos árboles, como precipitando sangre de blanco linaje y espesor de semen. En la selva les incomoda el aire, el roce con las grandes hojas, la tarántula que acuna su venganza: un todo que se apodera de la debilidad de los elegidos del planeta.

Llueve intensamente. Dejas de ser y no eres árbol. Ni el hongo mágico te revela nada, porque has sucumbido a los semáforos y la comida obligada por las deidades de las habitaciones de lujo. Muérete entre las altas hierbas y el matorral cercano. Servirás para formar parte del paisaje oculto de una cultura que muere entre billetes de banco y lacerados brazos por la aguja de la heroína. Sexo con tu miedo. Con tu abandono. Con tu proximidad al llanto incontrolado. Miras hacia un punto de luz, donde un hombre, vestido de blanco te llama a ti, enfermo de humanidad pútrida, para que mueras en paz. No cuelgues, responde, aplaca tu temor: has sido elegido, pero la soledad del caucho domina tu proximidad con el óxido lento, el olor a sangre, la fetidez calmada de tus sueños de papel.
Dilton06 de mayo de 2015

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