TT
Incompleto. 30 de mayo de 2011
por ezer
Se recogió el pelo, dejando mostrar su cuello tatuado. El sol se dormía y por la ventana entraba la brisa de diciembre. Yo estaba sentado contra la pared, recordando, y la imaginaba: en el balcón, sentada en una reposera, leyendo algún libro de vampiros o cosas así, con las cejas encorvadas y descalza. La puerta que daba afuera, y por donde yo estaba mirando, estaba bastante abierta. El libro cayó al suelo y corrió a ver que había pasado.
— ¿Qué te pasó? –Pregunté-
— Nada, estaba estirándome y se me cayó el libro. –Se reía-
— ¿De qué te reís?
— De tu cara, tonto.
— Ay, que cosa.
Sonrió y me abrazó. Dejó ver sus dientes, donde solía haber lata y alambres que dolían en verano e invierno.

—
¿Cómo alguien puede trabajar con tanto ruido? Es lo que me preguntaba desde esta mañana. Pero ni una palabra.
— La concha de su madre, ¿no podés bajar un poco?
— No sabía que estabas ahí.
Pero no le respondí. Y me fui con un almohadazo en la espalda. Se escuchó alguna risa. Pero yo me acordaba de lo que me había dicho una vez.
Vino a mí y me abrazó por la espalda.
— No me digas que te enojaste.
— No sé. Pero yo acumulo todo y exploto. Viste como soy.
— Sí. Pero ya bajé. ¿Querés que te ayude?
— Por fa.
Era violeta esta tardecita interminable. Y se escuchaba el tren a lo lejos. Yo te miraba mientras me recortabas letras, porque a mi la espalda me dolía bastante, por la postura; y por alzarte para que alcances los últimos estantes de la biblioteca, por tu miedo a que me exponga a las alturas.
— Subile a esa, por favor.

Si estamos juntos, ¿que importa el mundo?

—
Me despertaste porque tenías ganas de correr. Eran las tres y hacía calor. Pero yo tenía sueño y te corrí por el pasillo, pero me dejé caer y vino uno de esos pantallazos. Adiviné tus piernas y una de mis bermudas al final del pasillo, y todo se volvió negro.
Sentí tu mano en mi nuca, como antes, y volví. Los pelos los tenía para adelante y saliste corriendo.
— ¿Me hacés huevos fritos?
Me diste un sí de esos raros, medio indeciso. Porque querías que te cocine. Porque tenías planeado hacerme correr hasta la cocina y convencerme con tu vocecita de nena: “¿Me cocinás?”
Acepté el soborno de muchísimos besos por cuatro huevos fritos y comerlos en el sillón. Soborno que me encanta desde siempre, desde los catorce.
Ví tus deditos desnudos que salían del sillón, y te avise que llegaba.
— Hola señorita.
— ¿Estás listo?
Un desfile de besos muy lindos, otros cortitos, pero otros larguísimos venía con gusto a huevo frito. Riquísimo.

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