Se recogió el pelo, dejando mostrar su cuello tatuado. El sol se dormía y por la ventana entraba la brisa de diciembre. Yo estaba sentado contra la pared, recordando, y la imaginaba: en el balcón, sentada en una reposera, leyendo algún libro de vampiros o cosas así, con las cejas encorvadas y descalza. La puerta que daba afuera, y por donde yo estaba mirando, estaba bastante abierta. El libro cayó al suelo y corrió a ver que había pasado.
¿Qué te pasó? Pregunté-
Nada, estaba estirándome y se me cayó el libro. Se reía-
¿De qué te reís?
De tu cara, tonto.
Ay, que cosa.
Sonrió y me abrazó. Dejó ver sus dientes, donde solía haber lata y alambres que dolían en verano e invierno.
¿Cómo alguien puede trabajar con tanto ruido? Es lo que me preguntaba desde esta mañana. Pero ni una palabra.
La concha de su madre, ¿no podés bajar un poco?
No sabía que estabas ahí.
Pero no le respondí. Y me fui con un almohadazo en la espalda. Se escuchó alguna risa. Pero yo me acordaba de lo que me había dicho una vez.
Vino a mí y me abrazó por la espalda.
No me digas que te enojaste.
No sé. Pero yo acumulo todo y exploto. Viste como soy.
Sí. Pero ya bajé. ¿Querés que te ayude?
Por fa.
Era violeta esta tardecita interminable. Y se escuchaba el tren a lo lejos. Yo te miraba mientras me recortabas letras, porque a mi la espalda me dolía bastante, por la postura; y por alzarte para que alcances los últimos estantes de la biblioteca, por tu miedo a que me exponga a las alturas.
Subile a esa, por favor.
Si estamos juntos, ¿que importa el mundo?
Me despertaste porque tenías ganas de correr. Eran las tres y hacía calor. Pero yo tenía sueño y te corrí por el pasillo, pero me dejé caer y vino uno de esos pantallazos. Adiviné tus piernas y una de mis bermudas al final del pasillo, y todo se volvió negro.
Sentí tu mano en mi nuca, como antes, y volví. Los pelos los tenía para adelante y saliste corriendo.
¿Me hacés huevos fritos?
Me diste un sí de esos raros, medio indeciso. Porque querías que te cocine. Porque tenías planeado hacerme correr hasta la cocina y convencerme con tu vocecita de nena: ¿Me cocinás?
Acepté el soborno de muchísimos besos por cuatro huevos fritos y comerlos en el sillón. Soborno que me encanta desde siempre, desde los catorce.
Ví tus deditos desnudos que salían del sillón, y te avise que llegaba.
Hola señorita.
¿Estás listo?
Un desfile de besos muy lindos, otros cortitos, pero otros larguísimos venía con gusto a huevo frito. Riquísimo.