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Don Julio (4)

Julio y Rosario se parecían tanto como el día a la noche, pero entre ellos había un lazo de cuidado mutuo inquebrantable. Desde el momento en que escondida en la bodega lo vio salir del vientre de su madre, Rosario lo protegió como si fuera suyo. Fue ella quien no se despegó del niño mientras su madre cumplía con sus obligaciones, desde pocas horas después de haberlo parido. Ella se lo llevaba a su madre para que lo amamantara en el lugar donde estuviera, y aprendió pronto a mantenerlo aseado y contento. En correspondencia su padre le dispensó varias obligaciones, la prioridad era que la criatura no llorara y que Rosario estuviera ocupada, fuera del alcance del ministro. Ese tiempo ella lo aprovechó perfectamente. Rosario siempre fue una niña inquieta, juguetona y curiosa, demasiado curiosa a juicio del padre Ignacio.
Mientras estuvo pequeña, sus padres tuvieron que estarla sacando de donde pasara el cura, para evitarle molestias al religioso, sermones a ellos y golpes a la criatura. A los siete años, escondida atrás del confesionario fue enterándose de quién andaba con quién, de si alguien decía algo, de quién era honesto y quién no, y su mirada, de por sí demasiado franca, decía lo que con palabras no estaba en posibilidades de decir. La gente se cohibía ante ella, y guardaba silencio cuando se les aproximaba. A los ocho años, contrario a las usanzas de la época, se las ingenió para acudir al catecismo bajo el pretexto de limpiar la capilla, y aprendió a leer y escribir junto con todos los señoritos ricos del lugar. Y a escondidas también, bajo el pretexto de cuidar a su hermano, leyó y volvió a leer, uno a uno todos los libros que el cura atesoraba en su biblioteca, allí conoció a griegos, a idealistas y a libre pensadores, algunos de su propia época, que si bien el religioso insistía en llamarlos herejes e hijos del demonio, las ideas que manejaban no le resultaban tan pecaminosas ni tan absurdas como decían los hacendados con quienes él se reunía. En la biblioteca comenzó a forjar un juicio revolucionario, y comprendió que el mismo Cristo, con sus ideas, estaba más cerca de los revoltosos que de todos los hacendados y del cura, aunque ellos se consideraran santos varones por contribuir con la ampliación del santuario.
Sólo en una ocasión el inconsciente le traicionó. Cuando ella tenía 10 años, se corrió la voz de que habían apresado a un tal Filemón Roque; días antes había escuchado en una plática entre el general González y el cura, que se trataba de quien se hiciera llamar Justiniano Crescencio, el nombre le resultó conocido porque el padre tenía algunos de sus folletos de protesta. En ellos abogaba por el repudio hacia aquellos hacendados que bajo la capa protectora de la iglesia, deshonraban a las mujeres y mataban a los hombres, tal cual él aseguraba lo habían hecho con su propia familia. Alguien terminó por delatarlo y entregarlo a los federales.
Cuando lo llevaban para el cabildo pasaron por la calle principal desviándose frente al santuario, con el propósito de convertir el hecho en un circo escarmentario.
-¿Quién es?- preguntó Rosario a su padre al ver que los soldados lo jalaban por el cuello con una cuerda, con las manos amarradas.
-Un mal nacido- contestó el sacerdote ante la ignorancia de Tiburcio- Filemón Roque. La niña observó su rostro magullado, sus manos sangrantes y la sangre que manchaba su ropa, hecha girones.
-¡Pobre Justiniano!- dijo ella sin poder evitarlo, conmovida en lo más profundo, al comprender hacia dónde puede llevar a un hombre su hambre de justicia y la búsqueda de ideales compartidos.
El comentario fue escuchado por el padre, quien volteó a verla acusador.
-¿Qué dijiste?
Rosario cayó en cuenta de lo que acababa de hacer.
-¿Qué dijiste?- repitió el padre.
-Que pobre hombre.
-¿Cómo lo llamaste?-insistió.
Ella puso su cabeza a trabajar vertiginosamente para salir del paso.
-Cristiano…- repuso inocente- dije pobre cristiano.
El religioso relajó su semblante aunque en su mirada quedó la desconfianza.
-No niña, ese no es cristiano, es un hereje, un alma perdida- diciendo esto se metió a la iglesia. Ella se quedó mirando a Roque hasta que perdió su imagen en la distancia, en tanto que el padre comenzó a armar en su juicio un rompecabezas que sólo terminaría cuatro años más tarde.
Fantasma07 de julio de 2011

2 Comentarios

  • Flacco

    Que bien; se pone interesante. Saludos

    07/07/11 05:07

  • Fantasma

    Gracias Flacco, te sigo leyendo yo también.

    26/07/11 05:07

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