Una firma, una simple firma, desconozco si de un juez, un notario, un alcalde o un ministro, una simple firma bastó.
Qué inmenso valor, que omnímodo poder posee un papel rubricado, que fue capaz de poner en la calle a toda mi familia, a mi hija de dos años, a mi hijo de nueve, a mi mujer y por supuesto a mi.
Dicen que fue culpa mía, que tenía que haber pensado en que las circunstancias podían cambiar, que hubiera sido mejor haber pedido menos dinero, comprar una casa en otro barrio más modesto, haber tenido algo de dinero ahorrado por si acaso, eso decían.
Tal vez no recuerdan, esos mismos que ahora me señalan como único responsable de mi desahucio, lo que antes me recomendaban. Distinto discurso manejaban entonces, insistiendo en que pidiera más dinero, en que me comprara una vivienda más lujosa, que mi familia lo merecía, que yo lo merecía, que para eso estaba el banco para ayudarme, para hacer realidad mis sueños, sueños que hoy se tornan en la peor de las pesadillas. Sin duda en este nuevo escenario no aparecen sus vistosos colores corporativos, sus sonrientes oficinistas, sus atrayentes anuncios, tan sólo hombres uniformados que hacen cumplir la ley, la del más fuerte.
Hoy entré a ver a la directora de la sucursal, no quería abrir una cuenta, ni suscribir un fondo de pensiones, ni tan siquiera comprar letras del estado, únicamente quería que le explicase a mis hijos, que la culpa no sólo fue mía.
Que se alce la voz de los desposeidos, sí señor. Cuando las vacas abundan, las luminarias financieras se felicitan, se dan palmaditas en la espalda, ellos son los magos y los artífices de cualquier mérito.
Pero cuando hinchan tanto el globo que les explota en la cara, la onda expansiva barre al resto de los mortales, y si protestas, ¡ah, amigo! no haberte puesto en el medio.
Buen relato.