Una hoja cae, lentamente, girando torpemente sobre si misma desciende. El imponente árbol al que un día ofreció su protección, al que embelleció con su esplendorosa primavera, se desprendió de ella sin miramientos, arrojándola al vacío, para que desde el suelo le siga rindiendo pleitesía.
Moribunda aterriza dulcemente. Atento observo sus afilados perfiles, su forma de corona punteaguda, su ajado color marrón, su desolación, su agonía, su impotencia, su triste declive, el inicio de su definitiva desaparición.
Otras más privilegiadas, ajenas a la tragedia, alegres danzan acurrucadas sobre las ramas, suavemente mecidas por el viento, sólidamente unidas a su tiránico poseedor. Ignorantes de la caducidad de su feliz nexo, se agitan en trance colectivo.
Por una décima de segundo el tiempo parece detenerse, con displicencia el robusto monstruo se extirpa uno de sus floridos apéndices, estáticas, sus compañeras observan como su tallo se desmembra, como se precipita al abismo, como deja de existir, como se convierte en la nada. Al instante retoman su convulso movimiento, festejando que ellas siguen gozando de la protección de su brutal benefactor.
Triste me encamino hacia la ciudad, desde lejos adivino sus calles repletas de gente, que deambula en caótica coreografía, gigantescos edificios que como bulímicos engullen ingentes masas de personas y en fase anoréxica los vomitan con espasmos convulsivos.
Marginado, admiro por el cristal de una oficina a quienes compartían conmigo el rito del café, las carreras para cerrar un proyecto, los éxitos y por último los fracasos, ellos siguen bailando, yo a sus pies, espero mi óbito.
Hermoso!!!
Me has conmovido con letras...
Un abrazo