Las Lágrimas Se Camuflan
Mejor a Oscuras
Ping... Ping... Ping... Incesantemente. Una detrás de otra. Llueve. Y las gotas en el borde del balcón, en la madera gastada de la ventana, crean una melódica cancioncita que se te cuela por las venas y te arranca el aire. Toda la habitación permanece oscura y no albergo intención alguna de encender la luz. Las lágrimas se camuflan mejor a oscuras.
Alargo mi brazo cansado a la estantería, sacando de sus entráñas el móvil y viendo cómo, una vez más, al alumbrarse, no hay ninguna señal de ti. Suspiro. Lo dejo caer. Escucho el golpe sordo amortizado por la alfombra. Me doy media vuelta, fatigada. Tantas penas han dado cabo de mí. Una musiquilla repiquetea, procedente del ordenador encendido. Sé que es un fantasma del pasado, que me habla desde el chat abandonado horas atrás. Me acurruco contra mi bufanda, aquella que tiene el olor de él entre su lana gris. Oigo de nuevo el tono que exige mi presencia, la llamada de un amor que fue y no es. Y me aferro más a la bufanda, me aferro más a otro amor que también ha sido y no sé si aún es.
Lloro. No es un llanto desgarrador, ni mucho menos. Es una lloradera suave, acostumbrada ya a aparecer. Me agotaron tantas batallas seguidas. Todas ellas perdidas antes siquiera de empezar. Pero siempre tuve ése instinto suicida que me empujó a intentarlo de nuevo. Mi corazón me obliga a parar. A reposar. Necesita una pausa, un descanso de tanto golpeteo sentimental. No puede más. Y yo tampoco. Y el fantasma que me sigue llamando y yo que sigo dudando si mirar al pasado o no, si luchar por lo que hasta hoy he tenido, o cerrar ambas puertas y pegarme un tiro en la sien.
Ping... Ping... Ping... Fuera la canción sigue su curso sin ser partícipe de mi atormentado dolor. Suspiro. Miro de nuevo el teléfono. Nada.
