Reyezuelo venerado por incompetentes aduladores
y a la vez vasallo,
inclinado ante aristocráticos señores.
Permanente admirador del poderoso,
para quien siempre tiene más valor,
el apellido de cuna y el rimbombante nombre
que el valor verdadero del hombre.
Arrodillado inamovible ante el influyente,
bajo el peso patente,
de la inferioridad manifiesta,
como complejo pegado,
igual que el desfase a la fiesta.
Tirano controlador.
Castrador de imaginaciones.
Inquisidor homicida,
de creatividad e ilusiones.
Igual que el Papa en dogmas de fe,
no te equivocas nunca.
Ves siempre la paja en ojo ajeno.
¡Soy infalible! (a ti mismo te dices).
¡Y vas y te lo crees, pobre imbécil!
Sin embargo, no ves la enorme viga
y la tienes delante de las narices.
Emperador de la permisividad.
Apóstol del no esfuerzo.
Consentidor perdonavidas.
¡Qué pena de tío!
Te arrastras por el suelo,
cuando no necesitas hacerlo,
eres serio y con conocimiento,
pero haces lo que sea por ser Reyezuelo.
Te escondes tras el miedo y la poca hombría,
atropellas la razón,
y acabas rebozándote entre el fango
y la cobardía.
Reyezuelo que dominas (o crees hacerlo),
un país de pandereta,
más vale ser desterrado del reino,
que inclinar la cabeza y poner careta.
Fran Laviada.
www.franlaviada.com