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La Ultima Bajante

No se dio cuenta cuando el río cambió de color, y de ser un río verde de aguas inmóviles donde él nunca sabía hacia donde iba la corriente que debía fluir misteriosa y profunda bajo aquella densa superficie en la que se reflejaban las garzas y los cormoranes, se convirtió en un río bermejo, sangriento, como las aguas que expulsaban en chorros discontinuos las cloacas del antiguo matadero donde trabajó su padre. El cambio había sido tan lento que cuando lo vio rojo ya no recordaba haberlo visto verde, y se maravilló de los matices que repetía el río del atardecer de arriba y poniente. Ni se recordaba de qué color fueron las aguas cuando bajaron los camalotes arrastrados por las crecientes de las lluvias de allá en lo alto de los montes enselvados de los guacamayos y los turpiales. Tampoco encontró en su memoria el color del río por la época de los rollos de troncos que bajaban flotando a favor de la corriente y sobre los que navegaban los jangaderos cantando o silbando para asustar a los perezosos que cruzaban nadando el río donde la selva no formaba puentes con las ramas o los bejucos, aunque se quedó creyendo que era un cierto matiz cerúleo o quizá añil apagado, porque las aguas sabían a vertiente, a agua filtrada una y otra vez por negras piedras volcánicas. Pero sí se recordaba cuando el río fue amarillo, lechoso, y de una densidad de aguas apuradas que llevaban en suspensión un limo áspero que decantaba lentamente en las vasijas dejando un concho gredoso, de donde surgían de vez en cuando pequeñas burbujas relucientes. Después se fue poniendo cada día más oscuro y lento hasta que era una corriente parda achocolatada casi coloidal, que manchaba las piedras de las orillas y ensuciaba las playas donde dormían los tiernos manatíes con su arcilla pegajosa. Fue por ese tiempo que comenzaron a salir los primeros dragones de agua enredados en las redes de pesca. Eran pequeños como larvas de axolotl pero con sus dientes afilados como agujas silíceas y se retorcían boqueando y lanzando dentelladas hasta que se morían hinchados y resecos con sus aletas espinosas y su cola estrellada abiertas y filosas. La piel quebradiza por su baba cristalizada comenzaba rápidamente a cuartearse y romperse cual si fuera de papel muy antiguo o tostado. No podía fijar la estación en que el río se fue volviendo transparente, sí se recordaba que de a poco se fueron vislumbrando mas y mejor los dragones de agua bajo la corriente zaina, primero como difusas siluetas un tanto mas oscuras que se deslizaban en rápidas sinuosidades aguas abajo en la mañana y en fugaces líneas rectas al atardecer siguiendo la corriente que remontaba el río. En algún momento tomó conciencia de las prístinas transparencias de las aguas porque ya no se pudo pescar con redes por la exorbitante abundancia de dragones de agua y debió usar los espineles que iba arrastrando con la piragua mientras veía pasar por debajo los plateados destellos desinteresados de las carnadas. Y podía verlos muy bien, hasta contarlos si hubiera querido, pero más bien esa transparencia le permitía buscar el lado del río donde pasaban menos dragones de agua y era posible sacar alguna piraña, algún un pacu o un rayao. Cuando ya se había acostumbrado a pescar en ese “río de aguas diáfanas”, y después de una larga temporada de aguaceros inverosímiles y lluvias siniestras más intensas que todas las que vio en toda su vida ribereña, el río comenzó a bajar pulgada a pulgada su cauce, y cada mañana era un descubrimiento distinto porque los bancos e isletas iban trazando un cambiante mapa diario. Aparecieron a flor de agua las grandes piedras que rompían las canoas, afloraron las cuevas de los surubíes, las algas del fondo de los remansos ancladas a bolones graníticos y lajas basálticas, las piedras pulidas de los fondos pedregosos y las piedras azules que nadie había visto nunca y que se deshacían al sol desmoronándose como arena de hielo, hasta que en la luna nueva el río fue un arroyo de un palmo de ancho que escurría serpenteando apenas por entre los peñascos, luego fue un discontinuo hilo de agua que se perdía consumido en los arenales y reaparecía mas allá como una mínima vertiente que volvía a infiltrarse, pero sus esquivas aguas seguían fluyendo hasta que ayer a medio día se dio cuenta que en el cauce solo habían breves charcos de aguas tibias detenidas bajo un enjambre de mosquitos. Hacia la tarde las pozas ya se habían evaporado, y ahí fue que mientras escarbaba un hoyo en la arena somnolienta para acumular algo de agua para beber, encontró entre la disgregada humedad dormida y subterránea la primera esmeralda. Vale.
Fsrbanda01 de marzo de 2011

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