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Nuestra Eternidad

Ahora estábamos sentados en nuestro lecho nupcial, de nuevo. Mi viaje fue largo, y luego de poder asearme y de tener una forma medianamente presentable, entré, y ella estaba de nuevo allí. A pesar de que la luz estaba encendida, Seguro había estado tejiendo, o jugando con alguna que otra flor, irradiando perfume frutal en la habitación, o lo que fuere. Siempre ella tan inocente, y yo aún seguía siendo un espejo en el que se reflejaba mi corazón de piedra, o el que yo pensé que era de dicho material, hasta que la conocí, y mi vida dio casi un vuelco. Sabía que aquel aire de pequeña infante iba a terminar perjudicándola, sin mencionar su dependencia de mí, y su exagerado autismo y amor al prójimo. No es que esté siendo duro con ella, intento mostrarle la realidad de la forma más paciente posible, porque no quiero que sufra, y eso sí que lo odiaría. Por otro lado, estoy realmente enamorado de ella. Me gusta y agrada su forma de ser, aquellas pequeñas notas que nombré antes eran sólo tópicos que ella debía intentar cambiar para su bien, y yo la ayudaría en todo lo que pudiese para lograrlo. Mientras estos pensamientos me pasaron por la mente, fui sentándome para saludarla con un beso en la mejilla, y luego le tomé la mano, sonriéndole, y ella me devolvió el gesto. Adoraba verla sonreír, y siempre me pareció muy bella, sobre todo con esos atrapantes y peculiares ojos color dorado, tan dorados como su alma. Luego miró el suelo, algo tímida, no sé por qué razón, pero se había ruborizado. Me costó horrores no haberla besado en aquel instante, ver sus mejillas sonrojadas la hacía parecer increíblemente atractiva, como una pequeña y hermosa muñequita de plata. Quizás sea por ser tan fóbico a que la gente me toque, me roce la piel, o simplemente me de un abrazo, o quizás sea por respeto a ella y a su espacio, por no querer incomodarla –a pesar de que sabía que me amaba tanto como yo a ella-. La cuestión es que no lo sabía, mi cabeza era una laguna de pensamientos difusos, y mi mirada quedó de nuevo perdida en sus ojos, los cuales para tener que verlos tuve que inclinarme un poco y dedicarle una tímida sonrisa, aunque ella estaba aún cabizbaja, y lo único que conseguí fue que se ruborice aún más, y a pesar de que sonreía, parecía estar algo triste. Algo le ocurría. Pregunté, pero obtuve la misma respuesta de antes: las mejillas aún más coloradas, a lo que se sumó que se encoja de hombros, y no me miraba, aunque sí, me sostenía la mano muy fuerte. Tuve deseos de abrazarla. Si ella no quería contarme qué le ocurría, no habría problema. De lo que estaba seguro es que iba a protegerla todo lo que pudiese, con cada hebra de sangre que corría por mis venas. Continué observándola por un rato, y el silencio nos envolvió. Como la luz estaba apagada y la hora rondaba a la medianoche, se podía notar mejor cómo se filtraba la luz de la luna a través de la persiana, dibujando nuestras sombras sobre la sábana, las cuales parecían casi confundirse y formar un único ser, dividido en dos cuerpos, muy diferentes en casi todo sentido. Ella cerró los ojos, como si estuviera soportando algún dolor o algo así, y se le escapó una lágrima. Si había algo que bajo ninguna circunstancia podría soportar, era ver a mi dulce amor llorar. Nunca debió, debe ni deberá sufrir una persona tan encantadora como ella. No sé que estaba sucediendo, pero algo tenía que hacer. Le enjugué las lágrimas con la punta del dedo, acariciándole lentamente la mejilla, hecha de esa piel tan suave que la naturaleza le había confiado, y cuyo roce me provocaba no soltarla jamás. Como el de sus labios, que parecían pétalos de flores color crema. Cada vez que nuestros labios se deslizaban los unos sobre otros con pasión, se tocaban, o simplemente se rozaban o palpaban, el resto del mundo para mí no existía. Era ella, sólo ella. Ella era mi mundo.
“Claudia”, repetí su nombre en un suspiro, casi con un hilo de voz, para ver si su mirada se encontraba con la mía. Su llanto no era exasperado ni dramático, sino que era calmado, callado, casi disimulado, y podía escucharse un silencio casi cercano. Tiernamente, ella lloraba. Aquella frase sonaba vulgar, pero mezclaba su forma de ser con un sentimiento que a ella no le corresponde manifestar ni sentir. Aun así, ver a aquel ángel derramar siquiera una lágrima era una punzada de dolor a mi corazón. Era horrorosamente insoportable. Bruscamente, la volteé, logrando mirarla fijamente a los ojos. Aquellos ojos dorados, aún húmedos, eran los que estaba mirando de forma muy seria, quizás hasta parecía un deber mío estar con ella, por más posesivo que suene aquel pensamiento. Seria y bruscamente, la miraba, la observaba, la examinaba, aunque sin despegar mis ojos de ella. La acerqué hacia mí, y ella se ruborizó, y aunque en el fondo sonreía, seguía manteniendo mi mirada de piedra, y por suerte ella ya no lloraba, sino que estaba sorprendida, o eso parecía. La tomé por las caderas, una zona bastante baja, para lo púdico que era: Siempre había intentado comportarme como un caballero, y tratarla como ella se lo merecía, sumando mi fobia del roce contra mi piel. Ella parecía estar temblando. Me acerqué inclinando la cabeza a su cuello, y casi estaba a punto de palpárselo, aunque habiendo susurrado muy despacio antes una frase cuya expresión yo no parecía mostrar: “No estés nerviosa, o me pondrás nervioso a mí”. Cerré los ojos, intentando evitar todas esas inhibiciones que hasta ahora me habían controlado e intentado dominar mis sentimientos. La recosté paulatinamente sobre la cama, mientras le hundía un profundo beso en el cuello. Inclinó la cabeza hacia un lado y cerró los ojos, como si estuviera casi dormida, hundiéndose ella también en el profundo silencio que nos rodeaba, y muy dócilmente dejando que mis labios se deslicen en su suave cuello, dejándome dibujar patrones incomprensibles en su piel, mientras ella parecía estar descansando en un mundo ajeno al mío, pero aun así, ella estaba conmigo. Y eso me hacía inmensamente feliz, a pesar de que me cueste terriblemente expresar una sonrisa en mi rostro, pero por ella, hacía lo que fuere.
Me separó suavemente, deslizando sus manos en mis mejillas, y esbozó una sonrisa. Apoyé mis brazos a ambos lados de ella, mirándola fijo. No sabía que hacer, tenía una revolución de pensamientos flotando por mi mente. Era atractivamente insoportable verla sonreír y sin embargo, estar quieto, como un soldado de la guardia imperial. Duro, inmóvil, simplemente mirándola. Se ve que mis costumbres aún me dominaban, más mi corazón se había renovado, y estaba a punto de estallar. Ella simplemente se mantenía sonriéndome. Y yo, hasta lo que había realizado en toda mi vida, no era más que mi propósito. Sólo era lo que aspiraba ser, pero aun así no era yo. No era algo que pudiese expresar concretamente con palabras, pero hasta aquel momento no había sido más que mi objetivo. O eso era, hasta esa noche. Aquella noche, sería definitivamente su esposo. Aunque ya estábamos comprometidos, aquella noche sería en la que verdaderamente le mostraría a ella como era. Ella me sacó a la luz, y era mi guía. Y yo debía de seguirla. Entre estos pensamientos, algo confusos para unos pero muy verídicos para otros, me había quedado mentalmente fuera de sí, a pesar de que la miraba fijamente, por lo que no noté que ella estaba desabrochándome unos de los botones de la camisa que llevaba puesta, aunque luego se detuvo. Se sonrojó muchísimo, y miró hacia el techo y hacia los lados, creo que estaba algo confundida, aunque luego me di cuenta de que no era así: Ella era así de tímida, y lo sabía. No pude evitar sonreír internamente, pese a que mi mirada y mi cuerpo la cubrían a ella totalmente con mi sombra, y ella se veía tan pequeña y adorable, quedando nosotros separados únicamente por un hilo de luz lunar. Ella estaba inmóvil. Luego observé con más atención y noté que su mirada se había perdido, como si estuviera divisando algo lejano, más allá del cielo, pero mientras y, por lo que me pareció, involuntariamente, jugaba con los botones del cuello de mi prenda de vestir, pasándoselos de mano en mano, como en una caricia, y de pronto me rozó la piel. Mi piel de cristal que fácilmente se rompía, confinada en el frío, el abandono y el temblor, había conseguido sentirse cálida, y creo que fue una de las sensaciones más agradables que yo no había sentido en mucho tiempo. Me perdí en sus ojos mientras ella me acariciaba el pecho, y quizás fui algo dócil, pero realmente quería que siga rozando mi piel. Y como si ella me hubiera leído el pensamiento, continuó desabotonando aquella tela, hasta que finalizó y luego fue retirándola mientras me acariciaba los brazos dulcemente y un poco la espalda, aunque yo permanecía como un tronco derribado por una tormenta en invierno. Pero internamente, estaba feliz. Y la amaba. La observé un poco más, y luego me aferré a ella en un abrazo algo brusco, pero necesario. Levanté un poco la cabeza, y una de mis mejillas se encontró con la de ella. Me miraba fijamente, tal como yo lo hacía. Pero era a su vez, diferente: Ella se encontraba cálida, era fuego en medio de una tormenta invernal, era una estrella en medio del frío espacio celestial nocturno, y era la llama que hacía que mi corazón continúe latiendo. Y mi mirada debía ser seguramente inexpresiva, sin ningún tipo de vida ni sentimiento. Y si bien, solía arrepentirme de aquello, no tenía otra forma de mostrar mi verdadero yo, si no era combatiendo a mi cotidiana solidez de antaño. Quise renegarme a eso, luché entre el carácter y el temperamento, hasta que intenté comenzar una nueva forma de manifestar mis emociones. Eso iba a intentar, e iba a comenzar ahora mismo. Acto seguido la besé, haciendo florecer aquellos hermosos pétalos que eran sus labios, y me aferré muchísimo a ella. No quería separarme, siquiera un centímetro. Luego me aparté suavemente de ella, por unos segundos únicamente, y sonreí, le sonreí. A ella: Quería que sepa que yo podía sonreír y demostrar lo feliz que era de la misma forma. Resbalé mis manos a través de aquel sencillo vestido que ella llevaba puesto, por su espalda. Ella rió, y continué acariciándola y produciéndole un leve cosquilleo. La miré un segundo más y deslicé mis manos por debajo de las cintas que sujetaban el vestido de sus pequeños brazos, y luego jugué con ellas, haciéndolas patinar en su piel. Y por unos momentos me dediqué a ello, hasta que volví a observarla por una última vez de forma concreta y con el mundo racional alrededor. Me separé de aquellas tierras donde el por qué tenía solución a través de un profundo y apasionado beso, donde solamente la luz de la luna y posteriormente, la del amanecer, fueron las únicas testigos de nuestra desaparición de aquel mundo dónde somos comprometidos, para luego pasar a ser amantes, amantes de nuestro mundo, nuestro entorno, y nuestra eternidad.
Gabiii1406 de enero de 2012

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