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Alma





El doctor Bertoni llegó más temprano que de costumbre. Por aquellos días de crudo invierno terminaba de atender a sus pacientes antes de las siete. Carmela lo esperaba cruzada de brazos en el portón. Últimamente pasaba más tiempo en la casa que en su almacén, ya que el delicado estado de salud de su esposo la obligaba a cuidar constantemente de él. En las últimas tres semanas los dolores se intensificaron con el avance del tumor, lo que provocó que Adolfo se encontrara casi postrado. Sólo se levantaba de la cama para comer o ir al baño cuando el sufrimiento acaecía un poco.
—Este invierno es cada vez más duro— dijo el doctor tiritando mientras colgaba su saco detrás de la puerta— ¿Cómo sigue?— preguntó señalando con su vista a la recámara de Adolfo.
—Cada vez peor— sollozó Carmela— ya no prueba siquiera un bocado y se queja constantemente.
El médico saludó enérgicamente a Adolfo con el fin de animarlo un poco, pero éste únicamente abrió sus ojos y lo miró un instante, luego los volvió a cerrar. Después de examinarlo durante poco más de diez minutos, el doctor Bertoni llevó a Carmela fuera de la habitación y con un tono bajo pero directo le dijo que había que llevar a su esposo al hospital de manera urgente, ya que quería tenerlo cerca para controlar su evolución , aunque esta dependía de un milagro.
—No hay caso doctor, no tiene idea de la cantidad de veces que traté de convencerlo, pero él insiste en que quiere morir en su estancia.
—No contamos con mucho tiempo, el cáncer avanzó de un modo increíble en los últimos días. Lamento decirle— el médico calló por unos segundos— pero me temo que le quedan menos de dos semanas de vida. Mañana por la mañana vendré junto con la ambulancia para trasladarlo al sanatorio.
Con la mirada desdicha y su alma cargada de lástima y rencor, Carmela arrastró sus pantuflas hasta la cocina. Mientras preparaba su té de valeriana y el caldo para su esposo llegó Jimena, la única hija del matrimonio, quien se encargaba de la despensa familiar mientras su madre atendía a su convaleciente padre. La joven había heredado los rasgos maternos pero el temperamento y su carácter hacían notar a los lejos que era hija de Adolfo. Esa personalidad impulsiva que tenía la habían convertido en la chica más fácil del pueblo, en tan sólo una semana era capaz de hacer que media docena de hombres conocieran sus sábanas sin que sus padres se enteraran. La joven saludó a su madre con un tierno beso en la mejilla y luego subió rápidamente a su dormitorio, pues el trabajo de suplantar a Carmela haciéndose cargo del negocio, los empleados y los proveedores la dejaba exhausta.
La mujer de Adolfo contemplaba a su marido parada desde el umbral de la habitación, allí, sobre la cama de algarrobo yacía su esposo, quien en ese estado era muy distinto a aquel poderoso estanciero que criaba caballos de carrera, quien hace cuarenta años supo ser el gestor del campeón del “Carlos Pellegrini”. Ya no era ese patrón que golpeaba con un rebenque a chicos de trece años que trabajaban para él a cambio de un plato de comida.
Los nietos de Alma jugaban en la cocina de su casa, en la cual siempre reinaba una inconmensurable paz que era interrumpida por la presencia de los niños, cada vez que su madre los traía a casa de su abuela, ya que ella debía irse a dar clases a Villa Mantero. Los chiquillos corrían de la pieza a la cocina, de ésta al comedor, después a otro cuarto y volvían a la cocina, siempre dejando tras su paso un desprolijo sendero de adornos, portarretratos, cuadros y recuerdos familiares que Alma recogía advirtiéndoles que se comporten o de lo contrario no les serviría el té con los pastelitos de membrillo que tanto les gustaba. La mujer era de lágrima fácil, sus ojos grandes y azules ponían al desnudo su descendencia de rusos y polacos. Jamás un maldecir iba a salir de su boca. Al mirar a su nieta Violeta, Alma recordaba como era igual de curiosa a su edad. A los seis años se había caído en un tajamar cercano a su casa mientras buscaba caracoles y huevos de rana en su orilla. Su padre, un inmigrante venido desde Varsovia en 1920, le dio una terrible paliza por su travesura. El viejo alambrador era alcohólico. Desde que unos porteños lo estafaron e hicieran que perdiera su campo, el fondo de una botella de “Marcela” era el sitio perfecto para curar sus problemas.
Hacía varios días que Alma no lograba conciliar el sueño, y las pocas veces que lo lograba, despertaba llorando de una horripilante pesadilla, las oscuras imágenes del pasado se le aparecían constantemente. A los doce años le habían cambiado el rumbo de su vida, le arrancaron la niñez y la inocencia para dejarla sola en los más oscuros y abyectos rincones de la tristeza y la depresión. Desde aquel fatídico día, Alma dejó de ser la alegre niña que cuidaba de sus pequeños hermanos mientras su madre lidiaba con su alcohólico padre. Desde el momento en que ese estanciero le hizo lo que le hizo, se resignó a que su vida sería gris y sin sentido, ni siquiera los dos hijos y los dos nietos que los últimos 33 años le dieron habían logrado apagar ese incendio de angustia y temor que se desató en su corazón. Por alguna razón, sus padres le pusieron el nombre de Alma, lo cual es algo que cuando se hiere dura muchísimo años en cicatrizar si es que esto sucede.
—Se está muriendo— dijo la joven agitada ya que llegaba corriendo desde la calle— él se está muriendo, el cáncer lo está comiendo. Acaban de contármelo en la escuela.
Alma sólo miró a su hija fijamente a los ojos y luego la abrazó con deseos de que ese momento perdure por cientos de siglos. Con el correr de los días, las pesadillas comenzaron a irse de la cabeza de Alma. Al sentirse más tranquila decidió ir al hospital para ver sufrir a la más cruel de todas las bestias, a la más abyecta y vacía de todas las ratas de alcantarillas, el generador de todos los miedos de su corazón. Pero esta vez, ella no sentía miedo y deseaba con todas sus fuerzas ver morir al hombre que tiñó de gris a sus días desde hacía 33 años.
Carmela y su hija estaban sentadas fuera de la sala de terapia intensiva, ella no dejaba de llorar, pero Jimena no derramaba una sola lágrima y no era a causa de su fuerte temperamento, sino que desde hacía más de cuatro años no se hablaba con su padre, quien nunca le perdonó que se fugue a Rosario con un hombre casado y vuelva tiempo después fingiendo arrepentimiento, Adolfo por más severo que era nunca quiso reconocer que su hija era una verdadera ramera, la quería demasiado como para cargar con esa vergüenza y deshonor.
—¿Y vos que hacés acá? Hace más de tres años que no me hablás— dijo Carmela sorprendida.
—Si así es, no te hablo desde que casi enloquecí a causa de una terrible crisis nerviosa— respondió Alma.
—Yo no tuve nada que ver con tu ataque de nervios, no entiendo porque te enojaste conmigo, con tu propia hermana.
—Tengo mis razones y creeme que son validas, pero yo nunca estuve enojada con vos, al contrario me das pena.
—Encima que dejás de hablarme sentís lástima por mi, que orgullosa que sos, no tenés siquiera respeto por la delicada situación que estamos pasando con Jimena— dijo Carmela muy enojada.
—Creeme que algún día me vas a entender, después de pasar este duro momento vamos a sentarnos a hablar y sólo ahí me vas a entender— dijo Alma antes de largar el llanto.
Ella estaba entendiendo el doloroso trance que su hermana estaba pasando pero en el fondo deseaba que llegue este momento desde que tenía doce años. Lo que esa bestia le hizo casi la deja para siempre en un psiquiátrico luego de intentar tirarse desde un puente. Desde el momento en que salió de aquel horrible lugar, Alma supo que la única cura para su terrible dolor sería que Dios decide llevarse a aquella basura más espantosa de todas. “Que el de arriba se lo lleve adonde debe estar, bajo la tierra” solía suplicar entre lágrimas y suspiros.
Era un día soleado en Arroyo Verde y los jilgueros cantaban bajo la sombra del arce en aquel patio de la calle Maipú. La primavera comenzaba a morir para dejar que el verano ocupe su lugar, los primeros geranios comenzaban a mostrar sus primeras flores. Alma salió temprano de su casa para pasar por la panadería antes de ir a la casa de su hermana Carmela. Desde que Adolfo murió aquel 5 de junio la relación entre ellas había dejado de ser hostil y enemistada para volver a ser aquella conexión de buenas hermanas que supieron tener en su niñez. A partir que Alma le contó toda su verdad a Carmela volvieron a unirse para nunca separarse, tenían muchos años perdidos que recuperar. Apenas le contó lo que le sucedió a los doce años, la viuda le creyó enseguida, que más podía pensar de ese hombre que toda su vida se encargó de hacerla infeliz, de pegarle y hacerle el amor sólo cuando tenía ganas y de vez en cuando pagar alguna prostituta para saciar sus necesidades.
Alma llegó a la casa de su hermana y entró sin golpear, pasó por la cocina y entró directamente al dormitorio del matrimonio, allí estaba Carmela, acostada boca abajo sobre la alfombra, de su boca todavía salía una espesa baba grisácea y sus ojos estaban completamente abiertos. La miró fríamente y antes de largarse a llorar se dirigió al cuarto de Jimena gritando su nombre. El cuarto estaba vacío, sobre la cama se encontraba una carta en la cual la única hija del matrimonio López Echagüe detallaba su plan argumentando sus deseos de heredar toda la estancia de la familia y así vengarse de aquel padre autoritario y esa madre que se dejó maltratar. En el interior del sobre, además de la confesión había un pasaje con destino a Buzios, Jimena la esperaba allí hasta que dejen de investigar la muerte de su madre, un empleado de la casa se encargaría de limpiar la escena del crimen y deshacerse del cuerpo de su madre. Pero este era un paso que Alma no estaba dispuesta a dar. Al menos, en ese momento
German29 de mayo de 2009

1 Comentarios

  • Juan28

    bien muy bien

    02/06/09 06:06

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