Sufrí,
y jamás alguien me tendió sus brazos para refugiarme en ellos
cuando el vendaval estaba ganando la partida contra mis fuerzas,
cuando se me doblaban las piernas y
caía de bruces contra el suelo,
cuando el dolor no mitigaba y
el frío me calaba tan dentro
que mis lágrimas se coagulaban dentro de mi alma congelada,
obligándome a reprimir
una vez más
toda la furia que presionaba mis entrañas.
Crecí con el refrán de que el sabio es el que calla y observa,
y lo hice mío.
Maduré aprendiendo del silencio,
del vacío de las cosas,
de la soledad que tantas veces me acompañó.
Después de tanto tiempo he olvidado lo que era sentirse comprendida.