Era una tarde tranquila. El sol empezaba a ocultarse detrás de las inmensas montañas que rodeaban el campamento, y la temperatura era en esos momentos muy agradable. Nos encontrábamos sentados en esos bancos de madera que estaban a la entrada del Hospital de Campaña, completamente relajados, charlando animadamente sobre las futuras compras que probablemente íbamos a realizar en nuestro próximo viaje a Kabul. De repente como por arte de magia, sin darnos apenas cuenta apareció un individuo empujando una carretilla de esas que usan los obreros de la construcción para transportar el cemento todavía sin fraguar. Era lo que nosotros, en tono jocoso, llamábamos “la ambulancia afgana”, pues a los enfermos que no podían moverse los traían dentro de ellas a modo de transporte de urgencias.

La persona en cuestión traía dentro de la carretilla a una mujer que se encontraba retorcida sobre sí misma en posición fetal, que es la típica postura que adopta un enfermo cuando tiene un problema abdominal importante y en muchas ocasiones grave. Se detuvo a la entrada del recinto y comenzó hablar con el intérprete que estaba sentado con nosotros intentando aprender palabras de nuestro idioma. Prestamos atención sin entender nada de lo que estaban hablando. El individuo parecía muy agitado moviendo descontroladamente las manos y explicando lo sucedido en un tomo elevado de voz. Cuando terminó de hablar, el intérprete se volvió hacia nosotros y nos explicó lo que le había comentado. La mujer que transportaba en la carretilla era una de sus cuatro mujeres y, según él, era mayor ( tenía 38 años) y ya no le trabajaba en el huerto pero estaba obligado por su religión a darle de comer y mantenerla. Entonces al parecer cayó enferma aquejada de un fuerte dolor abdominal que le impedía comer. La recogió de una esquina de su habitación y la trajo al hospital para que nosotros le diéramos alguna medicina que calmara sus dolores. Rápidamente nos acercamos a ella para introducirla dentro del recinto hospitalario a fin de poder explorarla para llegar a un diagnóstico probablemente de abdomen agudo. Cuando fuimos a cogerla, el individuo nos lo impidió reclamándonos una medicación para ella. A continuación tratamos de explicarle la gravedad de la situación y que seguramente tendríamos que operar a esa mujer para curarla. Entonces él se negó en rotundo, volviéndonos a explicar que solamente quería una medicina para que la mujer muriera en paz y sin dolor pues como era mayor y ya no le servía para trabajar solamente estaba obligado a que muriera en paz. No deseaba que la curáramos pues para él supondría el tener que seguir manteniéndola. Para intentar amedrentarle, le dijimos que si no nos dejaba operarla, no le íbamos a dar ninguna medicación, esperando que él se compadeciera. Pero lejos de ello, se encogió de hombros y girando la carretilla se volvió por donde había venido. Esa mujer seguramente se murió de una peritonitis, seguramente por un apéndice perforado.
Nunca dejo de pensar en este caso. ¿Cómo se puede tratar así a un ser humano? ¿Qué clase de religión o sociedad consiente esto? Las mujeres valen menos que una oveja, que una cabra o que un camello para aquellos habitantes de Bagram. ¿Cómo puede existir todavía gente así por el mundo?

Como ginecólogo y hombre, siempre he sido un gran defensor de la mujer, del ser humano que representa y del gran potencial que lleva dentro. Esta desagradable anécdota todavía me atormenta, sobre todo porque tampoco pudimos hacer nada por evitarlo. Fue una de mis mayores frustraciones de aquella aventura en Afganistán. Desde entonces rezo todos los días para que situaciones así no ocurran en el mundo.

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