Reservamos la casa del poniente
para ír a bailar en sus colores.
Llevábamos valijas y vestieres
y destellos de nácar en los peines.
La cama era cobriza y de madera
y flotaba sobre una madreperla.
Tú estabas investida de nieve
y yo envuelto en los rigores polares.
Pero dado el lugar y el minuto
danzamos a la sombra de un segundo.
El suelo era un mar de música
y cosquillaba nuestros pies discretamente.