TusTextos

Infancia

Un sabor ácido se pasea por tu boca. Por un instante, toma forma, y descubres que estás chupando un caramelo, al parecer, de limón. Te sientes muy bien. Y no sabes por qué, pero también eres feliz. Todo es tan real que no dirías que estás soñando. Pero lo sabes; no es más que un sueño. Aún así, lo disfrutas.
Una de tus manos coge una piedra del suelo arenoso. Y es precisamente así como te das cuenta de que has vuelto a la infancia, por que tus manos son pequeñas y rosadas. Tienes siete años.
Miras a tu alrededor, un tanto receloso, un tanto intrigado y excitado.
Tu padre se encuentra a tus espaldas, a unos metros. Habla con un hombre, en la puerta de su casa. No lo reconoces, así que tampoco le das importancia. Te da igual de qué estén hablando, por que a ti se te acaba de ocurrir una gran idea. No sabes si es buena o mala, pero por lo menos estás convencido de que es divertida. Lo sientes en ese hormigueo que te recorre la barriga, y suspiras, nervioso. Tienes miedo de que alguien vea lo que vas a hacer, especialmente si ese alguien es tu padre. Pero él parece tan enfrascado en la conversación…
Vuelves a contemplar la piedra que tienes en las manos. La haces rodar suavemente entre tus deditos, la acaricias. Te encanta ese tacto que tiene la superficie plana y lisa. En el suelo hay más como esa. Te llenarías los bolsillos, pero sabes que tu padre se enfadaría.
Miras la carretera y los coches que pasan, uno tras otro, dejando pequeños intervalos vacíos entre sí. Pero, al menos por ahora, no es la carretera lo que ha captado tu atención. Es esa señal de tráfico que hay un poco antes del arcén, con el poste lleno de caracoles enganchados. A decir verdad está a rebosar. Los caracoles se amontonan unos sobre otros, cubriendo la barra metálica, bajo la plancha triangular de ceda el paso. Nunca habías visto tantos juntos y, como no eres más que un crío, atrapan toda tu atención por un buen rato. Te tienen hipnotizado.
Miras a tus espaldas, te cercioras de que tu padre no está viéndote, y lanzas la piedra.
Has fallado. La piedra no da contra ningún caracol y cae a la carretera dando algunos saltitos cortos. Miras a tu padre, que sigue enzarzado en la conversación. Por un momento te parece ver al otro hombre bastante interesado en lo que están hablando. De nuevo coges una piedra y te vuelves hacia los imperturbados caracoles.
En la carretera, los coches pasan como si del interrumpido pero incesante goteo de un grifo mal cerrado se tratara.
Tiras la segunda piedra, pero un coche te distrae al pasar a toda velocidad y también fallas. Uno de los bichos se asoma, gira la cabecilla y te parece que te mira como en símbolo de burla incitante.
Una tercera piedra es lanzada por tu diminuta mano y, lejos de tus pretensiones, rebota contra el neumático de una furgoneta pequeña al pasar esta por la carretera.
Estudias una última vez la situación en relación a tu padre –sigue de espaldas, charla que te charla; no entras en su campo de visión– y antes de que te des cuenta te encuentras lanzando piedras, entretenido, a cada uno de los coches que corren calle abajo. No sabes por qué lo haces, pero desde luego es mucho más divertido que lo de los caracoles. Al fin y al cabo, los coches se mueven y no esperas darle a ninguno, pero la posibilidad de que eso ocurra sin pretenderlo es la causa de esa emoción tan intensa que te está recorriendo el cuerpo entero.
La mayoría de las piedras que lanzas rebota contra el asfalto. Sólo alguna que otra da, como mucho, en los neumáticos, haciendo que salga despedida en cualquier dirección.
Entonces, justo cuando ya casi te has aburrido de este juego también, aciertas en todo el cristal delantero de un viejo Ford verde botella. Son sólo unas décimas de segundo, pero consigues ver la cara del hombre que va al volante, y el respingo que dan tanto él como el resto de su familia dentro del coche. El vehículo da un traspié y chirrían las ruedas sobre el asfalto cuando este sigue su camino haciendo eses, mientras su conductor intenta enderezarlo sin éxito. Finalmente, se pierde a lo lejos, calle abajo.
Era una piedra bastante gorda.
De pronto, tienes la sensación de que no ha sido tan divertido como esperabas. Bueno, las caras de esa gente no parecían muy graciosas. Había pánico en sus ojos.
Tú también empiezas a sentir miedo. No buscas con la mirada ninguna piedra más en el suelo. Estás convencido de que si tu padre se enterara lo tendrías crudo. Rezas por que eso no ocurra.
Pero las cosas no suceden siempre como uno quiere, ¿verdad?
No.
De hecho, observas con horror que el Ford verde botella de la pintura raída ha dado la vuelta, sube la calle y se para transversalmente a dos metros de tu padre, mientras los adolescentes que están sentados en la parte trasera te miran acusadores.
Unas gotitas de pis se te escapan y se expanden absorbidas por la tela de tus calzoncillos. Te tragas la bolita que te queda en la boca del caramelo de limón.
Estás aterrorizado.
El hombre al volante asoma la cabeza y llama a tu padre.
“Se lo va a decir. Voy a ir a la cárcel”, piensas, y el mundo ante ti se desdibuja con las primeras lágrimas que te brotan de los ojos.
Hablan. Al hombre del Ford se le ve muy exaltado, mientras que la expresión de tu padre es más bien de sorpresa. Se gira y con un gesto de la mano te ordena que te acerques. Lo haces a duras penas, pues las piernas te flaquean.
–Al principio creímos que era un disparo –explica el hombre a tu padre–. Pero luego mi hijo dijo que había visto a un niño tirando una piedra.
Tu padre te mira a los ojos. No es una mirada tranquilizadora, ni mucho menos. Agachas la cabeza, avergonzado.
–Lo lamento muchísimo. ¿Han sufrido algún daño? Les pago lo que sea necesario, de verdad. Sólo espero que estén bien –dice tu padre.
El hombre del vehículo te observa un rato en silencio. Al fin dice:
–No se preocupe. Estamos bien. Y guarde la cartera, que el cristal está intacto. Sólo ha sido el susto, ya sabe.
Escondido tras la pierna derecha de tu padre miras al hombre, que te devuelve una expresión extraña. Parece compasión, pero hay algo más. Algo inquietante. No te da tiempo de averiguar qué es, porque se mete de nuevo en el coche y, habiéndose despedido, da marcha atrás y el Ford medio oxidado desaparece calle abajo.
A tu padre se le está poniendo la cara muy roja. Sabes que se está conteniendo, pero también que no logrará hacerlo por mucho tiempo.
A lágrima tendida, cierras los ojos y esperas el bofetón.

Ittai Manero, 9 de mayo de 2009
Ittai09 de mayo de 2009

2 Comentarios

  • Oscura

    me encanto no se cmo ahcs para escribir d tal forma q no solo te enganchas en la historia sino q tiene terrible imaginacion cmo para recordar ese momento cmo q si ahora tuvieras 7 a?os
    me encanto sos mi idolo

    09/05/09 03:05

  • Ittai

    Mil gracias! Eres muy amable. Te confieso que esta basado en hechos reales...
    Saludos

    09/05/09 03:05

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