Pisando más fuerte en los huecos entre horas,
zarandeando sin éxito las ganas, aterrizando ángeles
que se despistan, que se dejan pasear por mis pelos vírgenes
discutiendo de tus dominios y de la altura de las olas
y la arena escondida tras las orejas.
Encajo alguna idea del orden de los colores según
lo lejos que están del mar y me confieso confuso,
estúpidamente adicto, lejos de mi sentido,
del único con que te toqué la nuez
en la sombra de la selva profunda.
Sin caminos a Cuzco.
Con los pies mojados y las manos abiertas contra el suelo al este y oeste de tus orejas sudorosas en una perfecta bisectriz hacia fuera pero cerca de tus deltoides, aupado a 2 cms de tus pechos y mi boca en tu nuez y con tu boca en mi frente.
Yo aun sigo con mi mantra con tu nombre repitiéndolo, para mí, hacia mi cabeza y en voz alta para acallar los pájaros, para ir soltando de a poco mis ganas. Digo tu nombre sin voz y mi boca repite el eco que retumba en la carpa. Un eco cada vez más lejano, cada vez más grave. Más húmedo por los sudores. Pum-Pum. Pus-Pus. Pluf-Pluf.
Un bombeo apagado que cambia mi ritmo, mi propio fluir que empieza en mi pecho y acaba multiplicando por mil el tamaño de cada vena de mi cuerpo y expandiendo mis músculos, sobre todo los de la polla. Y así veo los tuyos, tus orejas y tu nuez.
Deseo repetir y ver de una vez ese color, el color que busco, porque esa vez, aunque abrí más que siempre mis ojos era de noche.