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Manual para Hablarle a una Mujer

Los pies, sonrrojados casi tanto como las mejillas, asustadas éstas de ser cómplices de un balbuceo que provoque la sepultura de la postura firme y recta que uno ensaya al pasar cerca de ella.

Sus ojos hambrientos de habla, presos detrás de los cristales, la mejor arma que ella tiene, simétricamente sostenidos por una fachada de piel que intimida tanto como los mismos ojos hambrientos.

Llega el momento en el que uno pierde el control de la propia motricidad, echándose al precipicio a cambio de la posibilidad de una simple sonrisa, de esas que tienen su firma por toda su boca.

Coincidimos en lo desagradable del color del cielo de aquella mañana de abril y buscamos nuestras cosas para la siguiente clase.

Un acercamiento, tan premeditado como obsoleto, se desliza por las rendijas que separan los dedos de la mano, esa mano que deseamos algún día colocar detrás de su cintura con derecho absoluto.

Uno se pregunta si es posible independizarse de la inagotable sensación de estar sufriendo el calor de un día despejado en la mitad de un desierto y, a la vez, esperar un diluvio repentino capaz de saciar nuestra sed de acercarnos a su piel.

La incansable incógnita de si lo que cada mañana redescubrimos es su cara o si nos redescubrimos a nosotros mismos, y la forma en que la vemos.

Encerrada en su despierta y a la vez dormida adolescencia, reinventándola, pero dejándola tal cual estaba, encaprichada en su mundo.


A algunas mujeres no se les habla con palabras.
Juanivarelab03 de enero de 2017

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