Subió los diez pisos hasta la azotea al ritmo que le permitían sus cuarenta años y varios kilos de más. No era ningún jovencito, pero seguía siendo el mejor y volvería a demostrárselo a todos los que ya se disponían a presenciar el espectáculo. Sin apenas detenerse, tomaba aire en cada uno de los rellanos, maldiciendo su mala suerte por encontrar averiado el único ascensor del edificio. Iba a necesitar cada bocanada de oxígeno para tratar de convencer a aquel imbécil de que la vida era algo demasiado valioso como para reventarla contra el pavimento después de un vulgar salto mortal sin tirabuzones ni piruetas.