Había llegado su hora. Después de toda una vida esperando, no desaprovecharía aquella ocasión que el destino le presentaba en bandeja de plata. Le había costado mucho llegar hasta allí, no podía dudar ahora.
Sin pensarlo más, abrió la puerta muy despacio y se introdujo en la habitación. Enchufado a la máquina que le permitía seguir vivo; exangüe, inerte, casi un cadáver, el hombre que fue la causa de todos sus terrores se desmoronaba a cada minuto.
Esperó hasta que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad reinante, notó arcadas, sin duda debidas al olor nauseabundo que despedía aquel cuerpo en creciente descomposición. Reprimió el asco que notó subir por la garganta y, venciendo su propio miedo, acercó su boca al oído de aquel espantajo. Rogando que le escuchase, le susurró con un odio ancestral: "Auschwitz, número 27.532". Apagó el interruptor y un liberado silencio lo envolvió todo.