Desde el día que murió mi padre, ocupé su silla en la mesa de dominó del fondo de aquella tasca donde, a todas horas, se fumaba tabaco de picadura y se bebían chatos de un vino barato y turbio. Las partidas se sucedían cada tarde hasta bien entrada la noche y la sombra de la blanca doble seguía así alargándose entre los parroquianos.
No recuerdo cuándo empezó, pero siento un escalofrío recorriéndome la espalda cada vez que mi hijo se coloca detrás de mí, observando en silencio las fichas y el desarrollo de las partidas sin perderse ni un solo detalle.