Cuando se ausentaba de casa, el dolor de estómago se transformaba en miles de mariposas revoloteando alrededor de su cabeza. Las paredes, encaladas, se vestían de colores y la invitaban a la fiesta de la intimidad. El silencio, aprovechando que los gritos se habían retirado hacia posiciones fronterizas, se hacía grande y desparramaba su fina seda acariciando cada rincón de un cuerpo ajado, roto. La soledad, amante fiel, se dejaba arrastrar hasta la cama para yacer durante una noche que ambas suplicaban eterna, pero que sabían tristemente efímera; porque con las primeras sombras del amanecer, el monstruo regresaría de nuevo a su madriguera.