La envidia siempre se precipitaba sobre ella como un aguacero imprevisto. Nunca supo cómo, pero le empapaba los huesos y el alma. ¿Cuestión genética? ¿Quién sabe? Al principio lograba dominarse, la percibía como un hormigueo molesto, punzante. Pero ahora la sensación era mucho más fuerte. Incapaz de controlarse, la notaba correr por sus venas derribándolo todo a su paso, hasta aniquilar cualquier mínimo síntoma de sensatez de su cerebro. Ya no era capaz de soportarlo más, su propio éxito le quitaba la paz y el sosiego. Cansada de luchar, simplemente se dejó llevar y su propia envidia se la comió.