La vida se le escapaba a borbotones y no estaba dispuesto a esperar a la muerte, tendido en su lecho. Ese no era destino para un descendiente de conquistadores de tierras lejanas y océanos cargados de sueños.
Nacido al pie del Guadiana, curtido en campos de labor, cincelado a golpes de historia, renacido siempre de las cenizas del olvido; no se acobardaría ante un simple tumor alojado en algún recóndito lugar de su viejo cerebro.
El abuelo soñaba rayos de luz megalítica derramándose sobre dólmenes valentinos; oía flautas y trompetas romanas retumbando en teatros y templos de Mérida; vagaba por murallas almohades en Cáceres, en Badajoz; imaginaba paseos por cubiertas de eternos barcos fantasmas junto a Cortés o Pizarro. Se apagó deshaciendo entuertos que su mente componía, sin hollar jamás fuera del terruño; viajando siempre con el corazón amarrado a su sombra, la sombra de sus extremaduras.