Su primer año de instituto se había convertido en una horrible pesadilla, en un infierno diario; una rutina difícil de soportar incluso para alguien como él, tristemente acostumbrado a los malos tratos.
Era un niño que conocía muy bien desde la escuela primaria los inconvenientes de ser el torpe y gordo de la clase, el pacífico e inofensivo blanco de las burlas y agresiones de sus peores compañeros; pero cuando aquella mañana en clase de gimnasia, Mateo, el malencarado repetidor de curso le sujetó por la espalda para que sus sumisos compinches le bajaran los pantalones del chándal, y luego los calzoncillos, se sintió morir; jamás podría olvidar los gestos burlones de Mónica, la niña que tanto le gustaba, mientras contemplaba la humillante escena.
Abandonó el patio a la carrera, perseguido por las risas que erosionaban sus oídos como hirientes cuchillas de afeitar. Aquello fue más de lo que podía soportar, la gota que colmó el vaso de su pasividad, el límite de su resignación. No dejó de correr y de llorar hasta llegar a su casa, pero a pesar de las lágrimas que distorsionaban su visión, comenzó a verlo todo claro, demasiado claro...
Su madre no volvería del trabajo hasta pasadas las dos. Nadie se interpuso en su camino cuando tomó del armario la pistola Walther SP con la que su padre practicaba el tiro olímpico de precisión; un arma corta muy efectiva del calibre 22, de apenas novecientos gramos de peso y con capacidad de efectuar hasta diez disparos en menos de siete segundos. Conocía su funcionamiento a la perfección, su padre se había encargado de ello. Consultó el reloj; tenía tiempo suficiente para volver al instituto y sorprender a los matones a la salida, en el parque donde solían acudir a fumar después de las clases.
Tal y como había supuesto, Mateo y sus tres inseparables colegas se encontraban en el pequeño parque sentados en un banco, fumando y compartiendo un litro de cerveza.
Con la pistola ya montada y empuñada, oculta en el amplio bolsillo de su abrigo, se aproximó al grupo, que solo se percató de su presencia cuando apenas les separaban unos metros. Nadie habló; sacó el arma de su escondite y sin apartar la vista de sus verdugos dirigió el cañón a su propia boca y accionó el gatillo; una detonación seca que precedió al ruido blando de su corpachón al desplomarse, dibujó con sangre sobre el pavimento la línea de fuga que indicaba el camino hacia su libertad.
Todo había terminado, nadie le volvería a lastimar. Los matones tendrían que buscarse otra víctima para lo que restaba de curso.
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