Sólo le quedaba un cigarrillo, pero la mala conciencia no la dejó cruzar la puerta del estanco. Sentenció: el último. Se sentó en un banco, lo encendió aspirando fuerte, hundiéndo las mejillas y soltando una gran bocanada de humo, decidió no seguir mintiéndole. No a él. Que durante años siempre fiel, siempre honesto, había permanecido a su lado.
Empujada por un ataque de sinceridad, apuro hasta el filtro la última calada, se metió tres chicles en la boca y emprendió el camino a casa. Entonces lo vio, saliendo del estanco, encendiendo con su viejo zippo, un ducado. Sorprendida, espero a que cruzara la calle, luego, liberada, entro en el estanco.
Me parece un horror trasmitir un sentimiento de culpa a otra persona, criticando lo que hace, y tu, precisamente, no haces lo que predicas.
Muy buen relato, un beso.