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París


- Angès ¿Dónde está el azúcar? – grito desde la reducida cocina.

- Espega un momento – Me grita desde la ducha, situada en la pared de al lado.

- No entiendo por qué te empeñas en hablarme en español, así nunca aprenderé francés.

La Luna aún no se había escondido y aunque en el horizonte debía de empezar a clarear los grandes ventanales del segundo piso aun estaban empañados de la oscuridad y el frío de la noche.

- Ya sabes fgancés. – Ella aparece desnuda por la cornisa del salón, con una toalla entre las manos, secándose los cabellos largos y rojos que un día me gritaron. – Vuelve a la cama anda, no te tomes ese café aún, nos queda un gatito.

Sonrío, ella me mira, yo examino su cuerpo, dejo mi taza en el fregadero de la cocina-salón, y me acerco a ella.

- ¿Un gatito? – le pregunto, jugando a imitar sus labios y su voz incapaz de pronunciar una erre.

Ella se acerca a mí, tira de mi camisón hasta que logra unir nuestro rostro, acaricia mi mejilla con su nariz, busca mi mano, y la sitúa entre sus piernas.

- Un gato, muy, muy, pequeño. – susurra.

Yo me río, le beso la nariz, le beso las mejillas, los ojos, los labios. Y para cuando llego a su cuello, ya estamos tiradas en la cama.

Ella queda tendida a mi lado, todo su pelo rojo derramado sobre mi rostro.

- ¿Pog qué ha sido ésta vez? – me susurra, dulce, muy dulce.

- Sabes que no me gusta hablar de eso. – Farfullo.

- Hace tges años que nos conocemos, y hace tges años que viene justo en ésta época del año. Apagte de otgas veces, pero ésta es la que siempre, sin falta, vuelves a escondegte entge mis bgazos.

El silencio, mis labios pegados, no quiero hablar, no quiero falsa compasión, no quiero que nadie tenga que soportar mi voz, ni mis lágrimas.

París, ella, y un par de días es todo lo que necesito. Nunca entenderé cómo, ni por qué pero ella lo consigue, consigue pegar los pedazos, sin preguntas, sin quejas, sin compasión; su risa siempre dispuesta a contagiarme; sus ojos atentos, negros, expectante, observándome, como si nada más existiera; sus labios, susurrantes, carnosos, rosados, me muerden, me besan, me arrastran; su cuerpo tibio, acompañándome, sobre mí, a mi lado, a unos pasos, nunca demasiado lejos; su viola, gritando a altas horas de la madrugada; su piso, situado en La Rue de la Harpe, pequeño, tan pequeño que no tiene puertas, nada más entrar, la cocina a la izquierda y el salón también, el ventanal, la pared, una cornisa a la izquierda y la habitación, el cuarto de baño y la ducha parecen un armario empotrado más… era minúsculo la primera vez que entré, con ella tomada de la mano; pero ahora, ahora es inmenso, o al menos así me lo parece.

- Otgas veces me lo cuentas. Gecuegdo cuándo viniste pogque aquella subnogmal te había jodido bien jodida. Me costó mucho gecomponegte aquellos días, llegaste destgozada.

Me sonríe, aparta sus cabellos de mi rostro y tumbada de medio lado sube hasta estar a mi altura, con su brazo y su pierna derechas sobre mi cuerpo; yo miro al techo.

- Dime que no es ella de nuevo al menos.

- ¿Ella? – Me echo a reír - ¿No recuerdas los mensajes? Te hablé de ellos hace varios mails.

- ¡A sí! Pobgecita, pobge necia estúpida… ¿cómo la llamabas? - me susurra al oído. Aunque a decir verdad no susurra, habla, ese es su tono de voz, bajo, susurrante, comedido.

- Perra mentirosa. – Mi respuesta es automática – Ni te molestes en repetirlo, no tiene gracia si no sabes pronunciar una erre como Dios manda.

Ella se ríe, el calor de sus labios rosados llega a mi pabellón auditivo y me eriza la piel.

- ¿Qué tal está Leo? – una pregunta de rigor.

- ¿Leonard? Sabes que no siente mucha simpatía pog ti.

- ¿Por qué? – pregunto con una sonrisa malévola en la comisura de mis labios, fingiendo sorpresa.

- No le gusta que cada vez que tu mundo te supege, vengas a follagte a su novia y a escondegte del univegso entego. No lo culpes.

Me responde entre risas.

- Ayeg por la tagde estaba conmigo cuando me llamaste. Se magchó muy enfadado, pobge, no lo entiende. Yo adogo cómo lo haces, pego él no lo entiende.

- ¿Qué no entiende exactamente?

- Que siempge me llames media hoga antes de que tu avión ategice en París, sin más pgeaviso. Me enamogé de ti la pgimega vez que lo hiciste.

- No digas tonterías. – le susurro tras darle un beso en la frente.

- No son tontegías, no me confundas, no te estoy pgofesando amog etegno, sé que no te gusta todo ese gollo, paga eso ya tienes a tu Tgoyano; pego sí estoy enamogada de ti, aunque no en ese sentido de amog etegno, ni de pageja, paga eso ya está Leonardo… quiego decig que...

No, no, no, no puedo resistirme a sus divagaciones estúpidas, siempre se lía cuando empieza ese discurso que me sé de memoria, siempre, siempre se va por las ramas inútilmente, la entiendo, sabe que la entiendo. Le doy un beso, muerdo su labio inferior interrumpiendo de súbito sus pensamientos verbalizados y hablo a duras penas, con su jugoso labio inferior aún entre mis dientes: “cállate yah, poh Dios, ya sé, ya sé todo eso. O te callas, o te hago dano”, muerdo más sus labios, le hago un poco de daño “Sabes que lo haré”.

Ella me mira, divertida, siempre tan dispuesta a devolverme una sonrisa, siempre riéndose de mí, conmigo. Sus orgasmos, siempre entre risas; las discusiones, mi ira, mi frialdad, mi cariño… todo lo convierte en una carcajada suave y descuidada que termina extendiéndose y devorándome… para cuando me doy cuenta, me encuentro sonriendo como ella y sus hoyuelos. El negro de sus ojos resplandece, Suelto sus labios y los beso con ternura.

Ella cuela una de sus manos bajo mi camisón, y juega con un fuego que nos abrasa a ambas en cuestión de minutos. Sus carcajadas y su cuerpo retorciéndose con el mío, sus susurros, mi nombre, sus jadeos en mi pabellón auditivo, todo… todo termina extasiándome, derrotándome y llevándome de nuevo a los sueños.

Despierto, el sol abrasa mis ojos, su Viola grita en el salón. Sonrío, sigo de nuevo en mi refugio, en éste lugar dónde un ángel recompone mis pedazos rotos.

Me siento en la cama, me pongo el camisón que he encontrado enmarañado entre las sábanas y salgo a buscarla. Ella se detiene, sigue desnuda, siempre desnuda, recuerdo el primer fin de semana que pasé aquí, con ella, recuerdo lo extraño que me resultaba que en casa no utilizara camisón, ni nada similar, siempre ella y su desnudez, las grandes cortinas de tela roja tapando el salón y ella tocando su Viola. A estas alturas ya me había acostumbrado a verla desnuda, andar por aquel reducido espacio, sin picardía, sin morbo, sólo ella y sus pechos fríos, su espalda tibia y sus gélidos pies.

Me mira, y ahí llega la sonrisa brillante que hace que todos mis problemas desaparezcan.

- ¿Y tu tgoyano? ¿Cómo está? No te pgegunté antes.

Yo caliento la leche en el microondas y busco de nuevo el azúcar.

- Tan guapo y atento como siempre, últimamente muy ocupado, está opositando…

- ¿Pog eso estás aquí? ¿Pogque tu novio no te hace caso?

Yo la miro enarcando una ceja, sorprendida por aquella pregunta tan desesperada y tan inútil.

- Está bien, eso no es, olvidaba cuánto te quiege ese tgoyano, olvidaba lo compgensivo y pegfecto que es. No – examina mi gesto que sigue exactamente igual – eso no es, pegdona.

- Sabes que no voy a decírtelo. – Susurro

Refunfuña, se encoje de hombros y deja el instrumento sobre el sofá, tan natural para ella la desnudez y tan evidente y obscena para mí. La adoro, adoro esas alas que siempre tiende hacia mí, su inocencia, su alegría; nada malo la ha rozado siquiera, jamás ha sufrido desgracias, jamás ha llorado una muerte, o una enfermedad, sus alas nunca se mancharon de sangre, sus pies nunca desfallecieron, sus manos nunca sufrieron el dolor de tener que dejar ir a un ser querido.

- Siempge tan pensativa… siempge ensimismada, nunca entendegé a los soñadoges que pgefiegen vivig dogmidos, ciegos al mundo.

Me abraza, está helada a pesar de la calefacción.

- Yo te guío – me besa la frente – yo te guío pequeña soñadoga… yo te guío. – Siguió susurrando y alternando sus besos dulces. Casi pude sentir aquellas alas rodeándome, abrigándome, resguardándome de todos los males que habían inundado mi paso por el mundo.

Pasada una eternidad de candor y paz, sus voluptuosos pechos se separaron de los míos y se marchó a la habitación, yo la seguí, abrí mi maleta y comencé a vestirme. Era hora de salir y tomar la ruta de siempre, Notre-Dame y el Sena.











Las fotografías son mías.













A quien pueda interesarle, este es el primer capítulo de una historia bastante más larga.

¢rónι¢αѕ ∂є ∂íαѕ ℓℓυνισѕσѕ
http://cronicasdediaslluviosos.blogspot.com/










Lluviosa02 de noviembre de 2011

4 Comentarios

  • Alatiel1

    Delicioso recorrido por el pequeño piso de Agnes. Espero saber mas pronto.

    02/11/11 02:11

  • Libelle

    muy interesante nos leemos

    02/11/11 06:11

  • Alpana

    Me encanta esta historia.

    02/11/11 11:11

  • Laredacción

    Qué suerte, tener un ángel que nos recomponga. Me gusta el inicio de la historia.
    Saludos.
    Esteban.

    02/11/11 04:11

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