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Nuestro Pan de Cada DÍa

Era simple: soltarlas, en una ráfaga rápida, y alejarse de allí. Eso era. Activar el botón, sentir el peso de la nave aliviarse bruscamente, y seguir sin detenerse, como lo habían hecho tantas veces en los entrenamientos y simulacros por semanas y meses. No podía fallar. Ni siquiera por el dolor que empezaba a compactarle el estómago, ni por el creciente temblor que aflojaba sus piernas y sus manos sudorosas, mientras el objetivo se acercaba irremediablemente. A un minuto del objetivo levantó el seguro y posicionó el pulgar. Sintió el corazón sacudirle el pecho, y su aliento congelarse un breve segundo dentro de la mascarilla. Entonces lo vio.

El recuerdo se abrió tan nítido a través de las oleadas de sensaciones que lo sacudían, como un botón de luz estallando en la oscuridad. Una vez más estaba en la remota calle de su infancia, camino a casa, con la malla del pan balanceándose rítmicamente en su mano, los tres panes blancos girando sobre sí mismos, a medida que él corría o saltaba, tarareando una canción. Estaba feliz. Su madre había recibido el pago de la quincena y por fin probarían un trozo de pan de verdad. Y aunque el sentimiento de alegría lo embargaba poderosamente, el hambre raspaba, casi con la misma intensidad, la boca de su estómago, como un animal enjaulado dispuesto a romper su prisión. Ahora doblaría la esquina. Ahora correría dos cuadras más. Ahora llegaría a su casa. Ahora su madre repartiría el pan. Ahora comería. Ahora.

Cuando se detuvo en la esquina, refugiándose en un rincón, fuera del alcance de los que pasaban por la calle, su corazón tenía esa misma agitación, y sus miembros sudaban y temblaban con la misma angustia reprimida. Ahora. Apretó la malla contra su cara y olió la textura rugosa del pan. En un breve chispazo vio la cara de su madre, su expresión severa: Te vienes al tiro, no te quedes por ahí. Y cuidadito con comerte algo. ¿Estarían sus siete hermanos observando desde la esquina su llegada? ¿Les dolería también el estómago y las mandíbulas de tanta espera? Pero no estaban ahí. Y él sí. Y la bolsa de pan. Y su mano, temblorosa, abriéndola, sólo un poco, nada más, nadie lo notaría. Rápido. Un trozo, o dos. El sabor resonando en su boca salivosa, quemando, igual que las lágrimas al bajar por sus pequeñas mejillas mientras mordía y tragaba con desesperación, igual que el rostro de su madre llorando, gimiendo desolada, mientras sus hermanos peleaban la bolsa buscando el rastro de una miga o un olor.

Ahora. Su pulgar pulsó el botón y soltó la carga, y en la oscuridad de sus ojos cerrados imaginó también calles allá abajo, donde algún niño regresaba con la malla del pan, y se detenía de pronto, con un dolor abriendo sus entrañas, mientras por su cara, y la de su madre, corría un río de llanto que ardía como fuego bajo los restos de la desolación.

Lobosluna16 de marzo de 2009

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