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Comían solos, siempre a la misma hora.
Ricardo llegaba quince minutos antes y besaba a Eva en
la mejilla. Luego se sentaba en el salón y leía unas
cuantas páginas de un libro, siempre el mismo.
Eva terminaba de hacer la comida y lo llamaba con
a misma frase de todos los días: Ricardo, a comer.
Él cerraba el libro y comían,
intercambiando apenas unas frases sobre el trabajo o el tiempo.
Eran de mediana edad y educados.
Al terminar de comer, se besaban, ahora en la boca, y se iban a la cama. Hacían el amor con mucha ternura y
con gran pasión.
A las cinco o cinco y cuarto se despedían con otro beso
en la boca y se sonreían.
Eva se quedaba en casa, esperando a su marido y
Ricardo volvía a la suya, con su mujer y sus dos hijos.
Un día él no llegó a la hora de comer y ella comprendió
que ya no regresaría nunca.
Cogió su Biblia, ya gastada, y comenzó a leer un pasaje
con el ánimo turbado, pero serena:

“Mujer,¿dónde están? ¿Ya nadie te condena? …Tampoco yo te condeno.
Ahora vete y no vuelvas a pecar” Juan 8:10–11.

Con una mueca de resignación, se sentó a comer sola.
Al anochecer llegó su marido y la besó en la mejilla.
Eva le sonrió levemente y se fue a la cocina.
Juan se sentó en el salón a leer su Biblia de toda la vida.
Aquel día leyó los Proverbios 30.20:

“Aquí está el camino de la mujer adúltera: ha comido y se ha limpiado la boca y ha dicho: `No he cometido mal alguno` ”.

Juan a cenar, oyó. Se levantó con esfuerzo y se dirigió a la cocina.
La paz de espíritu se reflejaba en su mirada.
Manuramos05 de enero de 2016

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