Todo fue instantáneo, casi mágico. Sentí un golpe y salí volando. Y en esos segundos que estuve en el aire, vi cómo un coche rojo se empotraba en un escaparate y se arrugaba como un acordeón. La luna quedó convertida en una inmensa tela de araña. Y un maniquí, con tres pétalos de sangre en la cara que parecían lágrimas de carmín, quedó destrozado. Reboté contra el asfalto y me deslicé hasta la valla metálica que me cortó como un cuchillo. Cerca de mi cabeza giraba, a una velocidad endiablada, una rueda de la Kawa que montaba. Supe en aquel instante que había tenido un accidente muy grave, pero no perdí la consciencia. Lo que más angustia me producía era un humo invisible que me asfixiaba y me enyesaba los pulmones. Como si una gran mano negra me apretara la garganta.
Un hombre vestido con bandas amarillas refractantes, me quitó el casco. Las sirenas de ambulancias y policías resonaron en mi cabeza como golpes de gongs. Todos venían en bandadas, como pájaros, a comerse las manzanas que había comprado en el mercado. Tengo una herida en un costado, abierta como una sandía.
Sentía que me moría cuando una mujer hermosa se agachó junto a mi cara, acercó su boca a mis labios, y me besó, soplando fuertemente aire de sus pulmones a los míos, mientras decía con voz amorosa:
-Respira... Vamos, respira...
Dejé que me besara dos o tres veces. Su beso me salvó la vida.

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