EL GATO CON BOTAS CON PUNTA DE ACERO
Mi gato ronronea cuando lo acaricio, mis botas brillan cuando las lustro. Mis botas no se dejan pasar trapo: quieren salir a caminar. A mis botas las tengo doce años, a mi gato nueve meses. Mi gato tiene siete vidas y mis botas doce leguas. Mi gato no se deja peinar, me quiere rasguñar. Mi gato tiene el pelo esponjoso: siento su suavidad deslizándose bajo mis dedos.
Anteriormente mis botas se peleaban entre ellas: se quejaban que a una la lustraba más que a la otra. Ahora los resentimientos y los celos los carga mi gato; no es para menos: mi gato sube a mi regazo cada vez que las lustro y no me deja maniobrar el paño con fuerza. El gato demanda cariño: mis botas que les saque brillo.
Cuando no los veo mi gato juega con mis botas, las araña, las muerde; ellas gritan en silencio y sudan betún por las costuras. Mi gato se refriega sobre ellas, las llena de motas de pelo. Les quita el brillo y las opaca, pero el sonso se delata y ensucia su pálido pelaje con el oscuro betún.
A pesar de todo somos felices los cuatro. Me consuela el presente: saber que los tengo a mi lado. Sé que con el tiempo mi gato crecerá y me dejará; y mis botas y yo algún día dejaremos de andar. Pero hoy estamos juntos y es lo que vale.
Como dos reos cansados del encierro mis botas esperan ansiosas que las calce nuevamente para salir a caminar por el patio. Mi gato sube sobre mi hombro pone sus patas delanteras sobre mi sombrero, otea alrededor y me urge a avanzar. Somos felices los cuatro viendo el mundo bajo mis pies desfilar. Los caminos son un desafío y el mundo baila a nuestro compás.
Hoy día desperté y he visto a mi gato calzando mis botas con punta de acero partiendo lejos de mi lado yendo a buscar nuevos mundos. Creo que la leyenda se repite otra vez.