Mientras le hablo, Frasquito se afana en otra de sus aficiones: abre los cajones de la cocina, observa atentamente en el interior e inicia una febril operación de desperrame. El suelo, en un plisplás, es un desbarajuste. Y yo, que padezco la enfermedad del orden, entro en un coma tecnico. Olvido quién es Frasquito y me pongo serio. La orden es como un mazazo para la indefensa criatura. No entiende el mandato, pero sí ha captado el tono autoritario. Y ocurre lo inevitable: aparecen los pucheros. El alma del niño, todavia de juguete se a puesto de pie, y tiembla. Y yo retrocedo hacia mi misma, espantada ante mi propia estupidez. Blanca mi madre acuede en su auxilio y lo abraza.
-¿que le has hecho al niño?
Esta vez soy yo la que toma nota:
-Querido Frasquito, en la medida de lo posible, nunca ordenes, ni utilices un tono inperativo. Las ordenes quiebran la frágil y bella pompa que nos hace flotar. Sólo ordenan y mandan los que han agotado las palabras o, lo que es peor, las sonrisas. Si ordenas te distancias...
Manda poco, querido hermano.
Y desaparezco de la cocina. Ahora soy yo la que hace pucheros.