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El Perro

A esa altura todo parecía parte de una espesa maldición que poco a poco le venia arrancando todo cuanto le importaba. Primero el accidente y la muerte de su viejo amigo, luego el cierre de la empresa y el periplo legal en el que se vio envuelto sin comerla ni beberla; para terminar, su esposa que lo abandona en medio de todo aquel desconcierto. Para cuando apenas iba tomando conciencia de todo lo que le venía sucediendo, ya la soledad se relamía sobre sus tibias heridas, hundiendo en carne viva el brutal peso de su presencia.

La aparición del perro parecía ser lo último que aquel pobre hombre necesitaba. La primera vez lo vio venir flanqueando el alero de la cabaña entre las inaugurales sombras de la noche. Fue llegando lento y ceremonioso, lo miró con ojos vacíos, dio unas vueltas sobre si mismo y se echó justo frente a la puerta. Al amanecer ya no estaba.
Al día siguiente y a la misma hora, el perro volvió por donde la noche anterior repitiéndose mecánicamente. Fue esa vez, y ya cuando el perro estaba echado, que comprendió, sorprendiéndose del alivio que aquello le causó, que era lo que tanto le inquietaba de esa visita. El perro era de color negro; tan negro como la misma noche sin luna y sin estrellas en aquel pueblo perdido en la montaña. De no ser por sus ojos, que era lo único que despuntaba en esa honda negrura, hubiese dudado hasta de su verdadera existencia material.
Ese animal de ese color negro imposible, noche tras noche, era la materialización misma de su soledad; el resumen de todo aquello que lo asediaba: la desidia y el abandono de los últimos meses, el desesperado escape hacia la cabaña crispado y abrumado por la soledad, el arma quitapenas que guardó al llegar en el cajón de la mesa de luz del cuarto. Ese perro, o mas aun; ese color negro absurdo, era esa misma soledad que lo habitaba; y lo peor de todo, estaba allí frente a el, como si fuese el negro reflejo de su triste imagen.
Lo inquietante se volvió insoportable en la madrugada de la cuarta noche de vigilia. El hombre abandonó el lugar desde donde sufría su negro martirio y se dirigió al cuarto. Tomó el arma del cajón de la mesa de luz y la sostuvo entre sus manos durante un eterno silencio. Regresó junto a la puerta y se detuvo con los ojos clavados en la bestia, mientras tembloroso, colocaba el dedo en el gatillo frío.

El disparo estalló en el pueblo como si fuese el primer y único estruendo en perturbar su densa calma, transmutando el aire adormecido de aquella noche sin luna y sin estrellas, en un manto de consuelo para las penas del alma.
Mezcalito09 de mayo de 2012

1 Comentarios

  • Mezcalito

    Gracias por tu comentario, y si, el final es un poco triste; asi es la vida tambien a veces no? No siempre por suerte.

    09/05/12 08:05

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