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Los Viajeros de Uxama

La estación de autobuses estaba poblada de viajeros y familiares. En la noche fresca de principios de verano, los más jóvenes recibían los últimos consejos de los padres, antes de comenzar un viaje hacia tierras lejanas.
En la terminal de Barcelona, aquellos chicos volvían lentamente a sus recuerdos de la infancia, donde sin sospecharlo la noche guardaba para sí los secretos más íntimos, en una complicidad sutilmente correspondida. De madrugada partía el autobús en ruta hacia El Burgo de Osma, donde esperaban los abuelos de Eduardo para pasar unos días. Espoleado por el rugido en el descanso de los latigazos del Sol, llegaron hasta las tierras sorianas donde en la penumbra aparecían poblaciones y bosques sin cesar.
El autobús, después de parar lo justo para dejar entrar a los nuevos viajeros en cada parada, volvía a emprender la marcha hasta aparecer en el horizonte nocturno la iluminación de un regreso soñado. La Catedral de El Burgo lucía solemne y rompía por fin la eterna soledad, mientras el interior del coche de línea seguía con su sigilo de voces entremezcladas, como si de emisoras de radio se tratara procedentes de lugares remotos. Las conversaciones sobre la ilusión de ver a los seres queridos del lugar de destino, o sobre la rutina de la nueva semana de trabajo a estrenar, se adormecían poco a poco en la vigilia de las horas de madrugada. El joven volvía al fin, tras una ausencia prolongada desde el último verano, cuando todavía soñaba con una vida de ilusiones en la caricia de los orígenes.
Eduardo se levantó de su asiento preparado para afrontar la llegada en aquel mundo idílico para la gran ciudad, mientras recordaba la primera vez que se enfrentó a lo desconocido. Sus padres ayudaban a sus abuelos en un mesón de la calle de Santo Domingo, y la mayor parte de los veranos los había pasado encerrado en la casa familiar donde lo dejaban toda la tarde estudiando y leyendo, en un intento de conseguir que fuera el día de mañana alguien con una buena carrera. Sin embargo, con el tiempo sintió la necesidad de descubrir el mundo, y comprendió que la sabiduría también se encontraba más allá de los muros del Hospital de San Agustín.
Sucedió en uno de los primeros veranos que todavía recordaba de El Burgo, cuando los muchachos sustituían el colegio por los corrillos en las riberas del Ucero. Recordaba perfectamente aquellas sensaciones auténticas de principios de los noventa, cuando cada tarde dejaba su casa en la plaza de Santo Domingo y se montaba en la bicicleta, con su recién estrenada libertad, para atravesar las calles más pobladas de una villa a rebosar de lugareños y emigrantes retornados en su descanso estival, en paseos por la calle Mayor o por la plaza Mayor. A la hora de la cena volvía a casa por entre improvisados partidos de fútbol con porterías invisibles. Ya en el mes de agosto llegaba su prima de Zaragoza más mayor que él, envuelta en su mundo de amoríos y desengaños el cual le resultaba totalmente incomprensible, pero al mismo tiempo atrayente como un agujero negro.
El tiempo del calor fue avanzando y Eduardo comenzó a sentirse extrañamente alejado de su supuesta pandilla de la estación estival, la que le correspondía por tener parientes en ella. Sin saber la razón siempre terminaba distante de las conversaciones sobre deportes y coches, ante las que él poco podía aportar.
Un día decidió arrimarse a otra pandilla de amigos, en un rincón del parque de El Carmen, con la esperanza de ser aceptado al fin: eran forasteros con más malicia, por haberse educado en las enseñanzas de la calle de las grandes ciudades, donde era necesario aprender a sobrevivir para no ser aplastado.
Realmente latía en el corazón de Eduardo un deseo de impresionar a la amiga de su prima. La había visto en la verbena de las fiestas de la Virgen del Espino, mientras las dos hojeaban fotografías apartadas de los corrillos del baile, compartían risas y las experiencias del año con un alarde de superioridad por tener más edad. La había visto también en la casa de sus abuelos, cuando ella venía de visita con su prima y él debía esforzarse en ocultar su rubor. No podía precisar de dónde venía esa incómoda sensación desconocida hasta ahora, donde una primavera extraña lo reclamaba sin motivo. Pensó en que, con su nueva pandilla de chicos duros, ella la podría ver como más mayor e interesante de lo que era. Sin embargo, entrar en aquel selecto grupo no era algo fácil.
La prueba de valentía para entrar consistía en una escapada nocturna hasta el castillo de El Burgo. Los muchachos no solían atreverse a subir de noche, el cerro tenía algo de enigmático y digno de respeto para todos los habitantes en sus horas nocturnas, por eso era más atrayente a la par que instructivo. Cuando tuvo la oportunidad de ser aceptado como un miembro más, no vaciló.
Eduardo, según lo planeado, se levantó de la cama aquella noche sin levantar ninguna sospecha, cuando al cerrar la puerta todavía escuchaba los ronquidos de la familia. Caminó hasta la cercana plaza Mayor con el alma encogida por el silencio de los habitantes, que parecían testigos mudos de su presencia. Había sido domingo de fiestas, y todavía flotaba en el ambiente de las calles del centro monumental, las notas de las charangas. Sus nuevos amigos esperaban ya en la plaza con las bicicletas, con cara de aprobación al haber conseguido un nuevo pupilo para sus gestas, al margen de la ley de los adultos.
La ruta hacia el castillo comenzó por la carretera de El Enebral, con la frágil iluminación por dinamo de las bicicletas, y luego siguió por entre los matorrales del desfiladero hacia el cerro, tras esconder los vehículos detrás de unas rocas. La Catedral iluminada de El Burgo aparecía solemne a sus espaldas, mientras los muros del castillo reclamaban su parte en la noche como un astro sin luz propia, coronando el cerro con la incómoda sensación de perder su retiro desde hace siglos ante la visita impertinente de los jóvenes.
Poco después estaban todos pisando el terreno prohibido de los muros y del interior, en la fortaleza donde aquellos chicos jugaban a ser malotes entre pitillo y pitillo, entre conversaciones sobre los tipos duros más famosos y desafiantes de sus barrios. Eduardo sabía que aquel no era su mundo, pero se sentía orgulloso por sentirse como uno más al fin.
Inserto en sus pensamientos, al salir el último del recinto entre matorral, descubrió al levantar la vista del pedregal que ellos habían desaparecido. Quiso buscarlos, escrutar en la oscuridad el camino de descenso hacia la carretera, pero no vio nada. Gritó fuerte hacia la lejanía de la ladera junto a la ciudad, pero no encontró respuesta. Entonces comprendió que había sido víctima de una broma pesada, que para él resultaba hasta peligrosa porque no reconocía el terreno que pisaba al intentar descender, y se preguntó si esa broma formaba parte de la prueba de valentía, o simplemente se había convertido aquella noche en el blanco fácil de las burlas de unos chicos aburridos. Se vio abandonado entre dos mundos: al fondo las luces de El Burgo todavía muy lejanas, y detrás el castillo inerte con sus muros, confundiéndose con una niebla patente en la madrugada. De repente escuchó a lo lejos, sin poder precisar el origen, el murmullo de las voces de los muchachos y sus hirientes risas. En esto, recordó un pasaje de un libro de leyendas sobre El Burgo de la biblioteca, relatando cómo Fernando el Católico se había encontrado también perdido en este paraje, cuando al llegar procedente de Aragón en su viaje para casarse, los propietarios del castillo donde debía hospedarse no consiguieron reconocerlo. Pero él no era un rey, y nadie escribiría su historia.
Entonces ocurrió lo inesperado: Eduardo sentía su cuerpo frío en aquel momento, por la madrugada de tregua en el calor estival, pero recibió una caricia alentadora en su mano, y su mente llena de preguntas sobre el sentido de aquella afrenta, se calmó de pronto cuando giró su cabeza y contempló a aquella mujer guiándolo a través de la oscuridad, para bajar por la senda correcta. No recordaba su rostro, solamente la paz que le había transmitido en la zozobra interior, y un vestido blanco completando una imagen que Eduardo siempre había recordado en los momentos de desolación y de miedo ante lo desconocido, por sentir el aliento de la esperanza junto a él. Se sentía totalmente en calma, y tuvo ganas de quedarse allí para siempre.
Antes de llegar a la carretera, la mujer soltó su mano y volvió a internarse en la espesura del cerro sin pronunciar una sola palabra.
El joven llegó aquella noche a su cama y se durmió como si nada hubiera pasado, y nadie se enteró nunca de aquella escapada.
Hoy, en el autobús, la había buscado en sus sueños. A cada curva se había reconfortado en la familiaridad de reconocer aquella ilusión inconsistente, aunque siempre genuina. El sueño llegó a su ajetreado día como pacíficas olas de mar. La textura e imágenes de alrededor se habían hecho cada vez menos auténticas, y había caído en un túnel pegajoso y espeso, bordeado de sonidos e imágenes discordantes sin ninguna conexión.
La encontró al fin en una tarde convulsa. Él andaba entre una muchedumbre apresurada, por una vereda ascendente con dirección a la campa que coronaba el cerro. Un general triunfador iba a pronunciar un discurso de arenga ante la multitud. Su nombre era Noive. Era el mismo vestido blanco, pero ya no le transmitía paz. Estaba embebida en la angustia que aquel día la vieja ciudad transmitía. No se atrevió a decirle nada, aunque se sentía partícipe de aquel tiempo. Solamente contemplaba la serenidad de su madurez, y la inocencia castigada por los años de dolor en su rostro tostado.
Con todos congregados en la campa, el general, de nombre Quinto Sertorio, se dirigió a la multitud. Era fuerte, pero a la vez desprendía matices de ternura en su voz. Hablaba en el idioma de la región. Todos conocieron al hombre del que tanto habían escuchado hablar por las tierras de alrededor, y primaba la desconfianza ante quien quiere convencer para conseguir sus objetivos. Pero esta vez era distinto. En ella, al igual que en el resto de la población, latía un deseo inexplicable de apelar a las leyendas de los ancestros. Quinto Sertorio, rodeado de la tropa leal a él tras haber tomado la plaza, hablaba de cuando esta ciudad era grande y respetada a miles de leguas de distancia, y eso era algo que no podía resultarle indiferente a nadie. La realidad del presente era muy distinta, con un saqueo permanente de la legendaria Uxama por parte del ejército regular de Roma, y un ánimo maltratado por el hambre y la desolación.
Los más pequeños escuchaban absortos como si estuvieran presenciando el mejor de los cuentos. ¿Realmente era cierto? Aquella urbe se había enfrentado a Roma en el pasado, en una alianza con otros núcleos de la región, para conseguir mantener su dignidad ante la irrupción del poderoso enemigo extranjero. Los más ancianos tenían los ojos llenos de lágrimas, porque al fin alguien, aunque fuera un romano rebelde, volvía a otorgar a la ciudad de Uxama la grandeza adormecida que todos habían considerado perdida, y los ancestros desaparecidos en la guerra volvían a estar vivos de alguna forma.
Noive vivía cerca de la necrópolis. Comenzó a descender desde la campa del cerro por entre las casas de los lugareños, en una ladera donde se habían establecido terrazas para sujetar la tierra y hacer más fácil el desplazamiento por la ciudad. Contempló a lo lejos cómo algunos hombres y mujeres se dirigían ya hacia el pequeño muelle del río Ucero, donde se renovaría el trabajo de carga de madera en barcazas, escoltadas por los soldados romanos, hasta la caída del Sol. Ella a veces había trabajado en ese oficio, pero en la mayor parte de su vida se había dedicado a la plantación y recogida de cereal.
Desde la llegada de las primeras huestes de Roma en la conquista, algunos hombres jóvenes habían encontrado un nuevo oficio en un ejército extranjero cada vez más enriquecido, como mercenarios, con anhelos de convertirse algún día en ciudadanos de la poderosa metrópoli. Era una forma de no caer en la cruda esclavitud, con la degradación que eso conllevaba. Al volver a su tierra, hablaban maravillas sobre las construcciones de la capital latina, tan distintas a las modestas casas irregulares sobre las laderas del cerro. La piedra lucía esplendorosa con el Sol, decían, en palacios dedicados a dioses paganos con un trazado de sillería perfecto. Sin embargo, la realidad en la capital del mundo era bien distinta. La guerra civil entre el dictador Sila y los partidarios del rebelde Sertorio, la había poblado de mendigos y enfermos. Otros habían decidido, junto con sus mujeres y sus hijos, buscar una vida lejos de las penurias del hambre en las colonias más prósperas del Sur, donde Roma necesitaba ahora suficiente mano de obra. Los caminos de Iberia estaban muy transitados.
Por aquellos días, tenían lugar en Uxama conversaciones en todas las esquinas entre los partidarios de Quinto Sertorio y los de mantener la disciplina, motivados estos últimos por el miedo. Sertorio, aunque romano, llegaba como salvador para una situación límite, con su política de apoyo a las clases populares de un éxito asegurado entre los sufridores de una economía de subsistencia. Había hecho del centro de Hispania un bastión rebelde después de su derrota política frente a Sila, y se había mezclado con las antiguas ciudades-estado celtíberas hasta conseguir ser aceptado como un caudillo de liberación. La filosofía de la tendencia política de él y sus partidarios consistía en acercar las costumbres romanas y la lengua a los pueblos conquistados, sin tratar de diezmar a la población con saqueo constante de cereales y recursos. Sabía que era la única forma de construir un imperio.
Noive se encontraba en casa, días después, cuando en el exterior alguien pasó anunciando la adhesión total de Uxama a la causa del caudillo rebelde, y a la vez se mezclaban las voces de adivinos angustiados, prediciendo unas consecuencias funestas para la población. Eso significaba volver a la guerra.
A Noive se le llenaron los ojos de lágrimas. No podía creer que pasara aquello otra vez. Era una niña cuando presenció los años de la guerra contra el invasor, y la entrada de los soldados romanos en la plaza tras vencer a la alianza entre Segeda y los arévacos. Recordó de su niñez la sensación de desamparo cuando los romanos entraron en la vivienda y se llevaron a sus padres como esclavos.
Sentía como ahora el miedo a la soledad, y sobre todo la angustia al salir a un exterior desierto, donde los soldados se disponían a prender lo que quedaba en pie. Ella se salvó aquella vez porque sabía de la existencia de un túnel secreto sólo conocido por la élite, que conectaba la ciudad con el bosque. En ese día estaba siendo usado por las personas que habían conseguido salvarse antes de ser apresados como esclavos, y ella también corrió y reptó hasta salir entre los árboles, donde escuchó correr a lo lejos a los supervivientes.
Sus padres, antes de ir a dormir, solían contarle cuentos de miedo sobre los lobos que se llevaban a los niños. Sin embargo, allí fue donde se sintió cómoda, ya que ya no escuchaba los gritos de pánico, la guerra se había esfumado por fin ante sus ojos y comprendió que el mundo no era únicamente dolor. No había conocido otra cosa en lo que llevaba de vida. Rodeada de árboles y extenuada por la sed, cayó rendida sobre la maleza del bosque y perdió el sentido.
Cuando despertó se encontraba en una especie de cavidad en el terreno labrada por la humedad y las raíces de un voluminoso acebo, lo bastante grande como para albergar además un conjunto de ánforas dispuestas en hilera. En las sombras, un hombre removía líquido en una de estas ánforas con un palo de madera. Ella gritó.
-Tranquila, niña.-dijo el hombre-. Esto es un remedio que he aprendido en la guerra.
-¿Quién eres?-preguntó Noive, sin salir de su asombro.
-Soy Alucio.-dijo, y en ese momento la niña pudo presenciar las heridas de su brazo-. Los soldados de Roma me están buscando. Por eso tengo que vivir aquí en el bosque.
Pasó el tiempo y el hombre de la cueva le dijo a Noive que volviera a Uxama, porque aunque ya no estaban sus padres, algún familiar se ocuparía de ella. Así lo hizo, aunque cada tres noches la niña robaba comida en casa de sus tíos, de los más pudientes de la ciudad antes de la conquista, y bajaba con el botín hasta el bosque. Nadie podía sospechar de una niña, ni siquiera un soldado romano.
Los años fueron pasando, y Noive se convirtió en una mujer. Comprobó que aquel jefe arévaco de la resistencia contra el invasor romano, experto y marcial en el cuidado de su pueblo, era ya una parte indisoluble del bosque. En sus escapadas nocturnas lo encontraba cada vez más sumido en su leyenda y más perdido en la conexión con el mundo civilizado, leyenda muy distinta a los cuentos que había escuchado siempre.
En una noche de solsticio de verano halló al hombre fuera de la cueva, tumbado en el suelo del bosque y exhausto tras un extraño ritual, con su cabellera negra extendida sobre su espalda, frente a una hoguera a medio extinguir. Junto a él había un ánfora vacía y restos de raíces de aquel árbol que le había dado cobijo durante tantos años. Miró la expresión de su rostro, y su mirada –aunque perdida-, yacía alegre como nunca la había visto antes. Había escapado de una prisión de maldad y odio humano por unos instantes. De frente las lejanas siluetas del Moncayo y de Urbión coronaban la escena. De repente, escaparon de su aturdimiento unas palabras que resonaron huecas en el bosque:
-Algún día volveremos a ser grandes.
En otra noche, Noive volvió a internarse en el bosque y no lo encontró. A lo lejos se escuchaban las pisadas de los caballos de un regimiento en ruta. Comprendió que la naturaleza lo había engullido sin remedio, que por fin Alucio se había entregado a los dioses presentes en aquel mundo salvaje y a la vez auténtico, donde las personas del mundo civilizado y mundano no podían tener acceso.
Pero en el presente, todo parecía distinto. Noive presenció al salir al exterior un aroma distinto a sus recuerdos infantiles de guerra y destrucción. En la primavera de Uxama, sus habitantes parecían estar más contentos con la nueva situación creada. Las guarniciones de soldados, de la sociedad que quería ser imperio por la fuerza, desaparecieron de allí, y el saqueo de hombres y de tropa era destinado solamente a la causa de Sertorio. La desconfianza inicial hacia el latino había dejado paso a la creencia absoluta en sus dotes militares, y en su eficacia para gobernar las ciudades de una forma distinta. La población estaba exultante de felicidad.
Esa euforia fue en aumento cuando llegaban hasta el cerro las noticias de las campañas victoriosas del latino, en las que participaban jóvenes alistados tras la adhesión incondicional. Por una vez la voluntad práctica de supervivencia de los mercenarios había sido cambiada por el afán de lucha por parte del que no tiene nada que perder, recuperando el aliento de las grandes hazañas del pasado. Las tropas de Quinto Sertorio habían tomado en poco tiempo las ciudades de Clunia y Calagurris, más allá de las montañas del Norte, y sus dominios amenazaban con extenderse hacia el Sur. El tratamiento de la población era distinto, más benévolo: el anciano tío de Noive, que siempre había constituido la autoridad en el saber de la ciudad, realizó un largo viaje hasta Osca para aprender el latín, acompañado por un regimiento, con el ánimo de trasladar la lengua de los romanos a las plazas conquistadas, en un intento de sustituir educación por saqueo.
Noive se convirtió entonces en una de las maestras de la nueva lengua. Por primera vez en la vida sentía desprenderse de todo el recelo albergado en su interior, al contemplar la ilusión de aquellos niños por aprender el idioma más usado del mundo. La delicadeza de los sonidos del latín inundaba el aire en ese nuevo saber, y a pesar de ser de los conquistadores, era un conocimiento bien recibido. También aprovechaba para alertarlos sobre la inutilidad de las guerras.
Los meses pasaron, y comenzaron a llegar malas noticias sobre la guerra. Quinto Sertorio había fracasado en su intento de controlar Levante, y los apoyos prometidos desde Asia Menor no llegaban. El dictador Sila había nombrado a Pompeyo el Magno para combatir la rebelión, con la máxima de no aceptar reyezuelos autoproclamados en los dominios de Roma. El general al frente era un personaje tímido pero muy eficaz en el campo de batalla, que guardaba las pasiones para sí anteponiendo el rigor de las calculadas estrategias militares. Había conseguido la confianza de Sila gracias a combatir con eficacia a los piratas del Mediterráneo. Las tácticas de guerrilla de los arévacos en alianza con Sertorio eran poco efectivas, frente al gran número de combatientes en el ejército regular.
En aquel invierno, la ciudad de Uxama perdió de pronto la alegría. Se cortaron las líneas de abastecimiento y dejaron de tener noticias de su general. Los hombres que se habían quedado sin combatir con las tropas rebeldes, la mayoría de edad avanzada, se dedicaron a forjar armas para preparar el asalto a pie una vez la plaza fuera tomada por el enemigo. Las mujeres corrían apresuradas desde los campos de cereal hasta el silo, para llenar esa despensa de víveres suficientes para el asedio. No obstante, las cosechas habían sido muy malas y pronto escaseó la comida, de modo que Uxama quedó expuesta pronto al hambre y las enfermedades. Las noticias seguían siendo malas para las tropas sertorianas, con la pérdida de plazas importantes. El enemigo llegó a acampar frente a la ciudad, comenzando el asedio. Los adivinos pronosticaban una venganza terrible cuando el ejército lograra entrar en la ciudad.
Los habitantes estaban cada vez más debilitados con el paso de los días. En un anochecer la caballería de Sila decidió entrar de repente y trepó por el terreno escarpado, donde en cada esquina esperaban los habitantes con espadas recién forjadas y repartidas. El enemigo iba poblando cada rincón del perímetro como un hormiguero. Más tarde entraron dos hileras de soldados a pie, protegidos con escudos y con espadas en las manos. Avanzaban lentamente hacia arriba. Los defensores de Uxama les lanzaban piedras y escombros, pero la marcha de los soldados no se detenía y seguían trepando. Con el Sol vencido, todos los hombres y mujeres de Uxama, salvo los más pudientes, se encontraban encaramados en la parte superior del cerro, escondidos en una estrategia improvisada tras las esquinas de las viviendas, y en ese momento consiguieron un retroceso de las tropas. La caballería y la infantería caían sin remedio ante la mayor pendiente de la ladera, ante el lanzamiento de piedras y escombros procedente de lugares invisibles.
Los romanos comprendieron que iban a necesitar un combate cuerpo a cuerpo. Entonces, soldados en grupos de cuatro se internaron en la espesura del entramado de viviendas, con una espada en la mano. La población sacaba fuerzas de la nada, pero el hambre y el tiempo de combate hacía que cada vez lanzaran menos piedras, y tenían pocas fuerzas para sostener las espadas forjadas y luchar contra aquellos hombres instruidos y fuertes. Tiempo después, los soldados romanos llegaron hasta la campa de lo alto del cerro.
En el otro costado de la ciudad, Noive se había ocupado de los niños y niñas, ocultados bajo las paredes de madera del silo. Al escuchar los sonidos crudos de la derrota, la ansiedad de su rostro se trasladó también a los pequeños, y tuvo que esforzarse en contener los gritos de pánico, antes de aparecer el llanto y el desconsuelo de sus alumnos al comprender que era el final para sus familias, y para todo lo que habían conocido. Entonces tuvo una idea: todavía podía salvar a una generación. Y con sigilo los condujo hasta el túnel secreto que sólo ella y las familias poderosas conocían. Los romanos todavía no habían llegado allí, en la casa de sus tíos.
Avanzaron por el túnel arrodillados. Noive iba la última, con las piernas temblando, alentando al grupo y a la vez palideciendo ante el sonido exterior de la destrucción. El túnel estaba flanqueado por vigas de madera. Más adelante, las raíces de los árboles penetraban en él más de un palmo y había filtraciones, señal de que ya estaban en el bosque. Tras momentos de incertidumbre el primero de los muchachos llegó hasta el final, y pudo ponerse de pie para reptar por una galería ascendente, hasta encontrar la salida. Era noche cerrada. Todos los pequeños se dispersaron por el bosque despavoridos, en direcciones dispares, con tal de alejarse del peligro. Noive en cambio quería quedarse allí, contemplar Uxama desde lejos. Estaba envuelta en llamas, los romanos ya habían prendido fuego a los edificios. Era el final del mundo, del día y de la noche, y quiso entablar contacto con los dioses. Era lo único que podía hacer, preguntarse por la razón de aquel sinsentido en los humanos, así que caminó hasta el acebo que le salvó la vida de niña, y arrodillándose ante el fuego de la ciudad, comenzó a comer las puntas de raíces de aquel árbol centenario y mágico, en busca del ritual sagrado que había presenciado en el bosque. La savia acarició amargamente su paladar.
Imágenes alucinantes inundaron sus sentidos en una espiral sin retorno. Y entonces el delirio la llevó a una estación de autobuses, donde paraba el autobús hacia El Burgo de Osma, y al subir encontró un asiento vacío al lado de un joven dormido. Su nombre era Eduardo.
Miguel197851010 de diciembre de 2015

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