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Elegia

Llevaba tres días con una caña que le partía la cabeza. Sabia que el tomar tanto le hacia mal, pero insistía a quienes se lo reprochaban que la vida era una sola, y que vivo no salía de ella, que había que disfrutarla, y un montón de argumentos que, con el alcohol imperante, se hacían casi irrefutables.
El cigarro que caía por un lado de su boca, casi apagado, emanaba un humo que recordaba a sus días de infancia, cuando con los amigos se dedicaba a quemar hormigas con una lupa, esos días en que todos eran felices. No era necesario preocuparse de lo que pasaría mañana, a lo sumo le preocupaba con quien jugarían la pichanga de la tarde, y si alguno de ellos le haría un gol al arquero del otro equipo. Pero de eso hacia ya mucho tiempo, o al menos lo parecía.
Todo había cambiado. Y cuánto había cambiado. De los inocentes niños que corrían entre las pozas de agua, y jugaban a la escondida con las compañeras de curso, no quedaba ninguno. Sus caminos y sus decisiones les llevaron por senderos muy disímiles. A algunos les costó dejar la infancia atrás, mientras que otros la olvidaron entre la miseria y el abandono. Pero aún así siguieron siendo amigos, o al menos se contactaban de vez en cuando para saber si al negro lo habían agarrado los pacos, o si el flaco había sido papá, o si la chica había pasado los ramos en la u.
Lo cierto es que, por muy lejos que estuvieran o el tiempo que pasara, siempre se encontraban. En la calle, en el bus, recorriendo viejos lugares, e incluso en el funeral de alguno de ellos. Ellos vivieron sus vidas de forma distinta, pero juntos.
Mientras prendía otro cigarro para compartirlo con el resto, recordaban también la juventud que los golpeó, en un momento en que nadie sabía que le depararía el destino.
Primero vinieron las tomateras en la plaza, el callejea’o, irse a fumar al baño del liceo, o meterse con algunas compañeras en las duchas del gimnasio, para bañarse juntos. Parecía que vivían una vida de desenfreno y sin sentido. Pero si tenía sentido. A muchos sus hogares se les desmoronaban con ellos adentro. Cerraban sus ojos pero incluso en sus sueños los perseguía el fantasma de un futuro incierto. Luego vinieron los amigos del amigo, ofreciéndoles una solución rápida e indolora a sus problemas. Ahí comenzó la segunda etapa de su juventud. Primero se juntaban varios en la plaza del pueblo, el centro neurálgico de todo movimiento juvenil, pero luego se difuminó por todo el círculo, hasta que se dieron cuenta, algunos más temprano, otros más tarde, de que la solución se les había escapado mientras volaban en todas direcciones. Muy pocos lograron atraparlas. Otros tantos quedaron en el camino, perdidos en avatares que ni ellos mismos entendían, bajo tres metros de tierra, sin poder seguir volando.
Veían sus zapatillas rotas por sobre la tierra seca de un lugar donde hubo pasto alguna vez. Sus manos eran ásperas, como las de un trabajador que lleva muchos años. En efecto, él lleva ya varios. Cuando salieron del liceo, sus rumbos se separaron, y a él le tocó trabajar para mantener a su mamá enferma y a sus hermanas, porque su papá hace años que lo había agarrado el trago, y no sabían nada oficial de él. Como un hombre, a sus diecisiete años tuvo que defender a su familia de la miseria, del hambre, de la vida.
Quizá el tiempo sea realmente el mejor maestro, pero a veces llega muy tarde para algunos. Muchos quisieron creer que todo cuanto vivieron fue una mera ilusión, algunos lo tuvieron que asumir tempranamente. Ver la muerte a los ojos, la miseria aplastando sus sueños, náufragos en un mar de desesperanza…
La cerveza que corría entre las manos de todo el grupo se entibiaba con el calor humano que emanaban sus recuerdos. Cada uno contaba su historia, mientras los otros escuchaban atentos, riendo o llorando, echando de vez en cuando una talla, riendo como cuando jugaban de niños.
Su historia no era necesario escuchar. Todos la conocían y fueron parte de ella de alguna u otra forma. Talvez fuera su carisma, su historial de esfuerzo. En verdad todos lo querían, como el niño que fue, como el hombre que fue obligado a ser.
Lo encontraron junto al camino dos semanas después de nuestra reunión, con su mochila puesta aún; volvía a su casa después de la pega, era de noche y lo esperaban su mamá y sus hermanas. Tenía un tiro en la cabeza. Le robaron la bicicleta.
Nadie imaginó que sería la última vez que estaríamos con él, con su aspecto de hombre viejo, con su sonrisa fresca de niño, con sus manos de campo y arado y sus ojos de cielo y esperanza. Sobrevivimos muchos a la vida, pero él, simplemente vivió.

Morcef09 de noviembre de 2008

1 Comentarios

  • Marisol

    Holi Morcef:
    Triste realidad o cruda realidad? Santo cielo..para un ni?o que creci?
    y tiene que dejar todo para preocuparse por algo que le correspond?a a un adulto.
    Dura vida le toco y que en realidad no tuvo otra opci?n
    Yo no dir?a que vivi? su vida mas vivi? la de un padre enfermo que ahogaba sus penas o solo le gustaba el alcohol triste muy triste relato.

    besos y bendiciones n_n

    09/11/08 03:11

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