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Los Pájaros

Apenas llevaba veintidós días rodeada de aquellas nuevas paredes lavanda y aquel piso de madera pulida con olor a desinfectante de limón, y aún así el olor a ocre de su antigua cerradura de apartamento, se encontraba enclaustrado en sus fosas nasales. Pensó en la nueva paradoja del destino en haberla llevado a ese lugar tan diferente a su ciudad natal, pensó en lo diferente de las mañanas en esa esquina número seis que daba con la intersección del vecindario, de todo el verde pasto que adorna los jardines de cada una de las cincuenta y cinco casas que conformaban la privada urbe. Pensó en lo distante del sonido del motor de los carros y en el silencio superfluo que se desliza entre las casas con ático y tejas rojizas que rodean a su nuevo hogar. La casa de ella, la casa número cuatro.

Enmarcó en los recuerdos de sus lóbulos temporales, su antigua vida citadina llena de smog grisáceo y denso que sellaba al olor ocre cada vez que abría la puerta de su apartamento número doce del antiguo edificio de ladrillos de la avenida Pacific. El sonido del camión de la esquina que dispensaba la leche a los locales comerciales más cercanos y el sonido constante de una impresora industrial imprimiendo volantes de Dios sabrá qué publicidad.

Perturbación, esa palabra se vino directo a su mente al abrir sus ojos a las cinco y media de la mañana.

No había amanecido con ganas de un pequeño bocadillo, Cesar sí. Él siempre deseaba su café con leche con una rebanada de croissant. Ella, había aprendido a prepararlos, llevaba dos semanas haciéndolos ininterrumpidamente, sin ninguna queja y sin ninguna objeción al respecto. César siempre dejaba un tercio sobre el plato de vidrio más pequeño. Comió en silencio, sin ánimos, fría, distante, melancólica, preocupada, perturbada, vigil. Ya desde hace seis meses, César y ella se habían acostumbrado a la ausencia de ruido durante el desayuno, era una costumbre, una mera necesidad fisiológica. Ese día fue diferente.

Vio de reojo como Cesar leía la sección de economía del periódico local, sin titubear, sin gesto alguno: se acerca la taza de porcelana a sus labios, toma dos sorbos y la vuelve a dejar en su sitio. Nada diferente. Movió frenéticamente sus dedos índice sobre la mesa y toco con sus uñas rojas el reborde del plato de vidrio. Sonó un chirrido sordo e inquietante. Cesar volteó su mirada hacia ella.

- Hoy el precio del dólar ha subido dos puntos por encima del mercado de ayer, una cosa de locos, madre santa. Mientras que en otros sitios la bonanza petrolera se evidencia en mejoras públicas y en mejor calidad de vida de sus ciudadanos, aquí nos debemos conformar con la subsistencia de lo que creemos moderadamente bien haciendo énfasis en un tono grave con su voz, esta última frase-

Ella no supo que contestar, simplemente lo miró con expresión inequívoca, asintió. Nunca sabía que decir, sus palabras nunca llegaban a arremolinarse sobre sus labios, siempre había el miedo inherente a quedar como una ignorante frente a su esposo. Hoy, el silencio era diferente, era soez y sordo. Y tomó los platos por el lado derecho, se disponía a enjuagarlos.

Justo en ese momento volteó a la ventana y miró como un ave negra de aproximadamente once centímetros de largo, planeaba en círculo y reposaba sobre el mango de escoba que se encontraba recostado en la pared del patio. Emitió un chirrido largo y penetrante.

Era un ave negro azabache, con ojos amarillos incandescentes con pico alargado y afinado en su punta con un leve dobles, se encontraba inmóvil mirándola fijamente, atento a cada uno de sus movimientos. Tuvo la impresión de que llevaba horas allí y que de cierta forma esa había sido la causa de su inquietud desde el momento que decidió levantarse. No supo el porqué, sólo lo dedujo inconscientemente. Agitó rápidamente la cabeza y continuó con su labor de lavado. Ahora movía los dedos más frenéticamente, el jabón se escurría entre sus palmas y sus dedos.

Al fondo continuaba Cesar en su charla unipersonal sobre los altibajos del gobierno, el alza del dólar y el costo del precio del barril de petróleo, vanagloriando las viejas épocas y vociferando a viva voz las continuas atrocidades y calumnias del actual gobierno.

Dos platos, la taza&

Y llegó otra ave negra azabache: planeó cerca de la silla de plástico dispuesta en el césped y se posó sobre el espaldar, y ésta, como el ave anterior, giró su cabeza en dirección a la ventana de la cocina y se quedó mirando fijamente a Eleonor. Ese era su nombre, Eleonor.

Sintió palpitaciones, su dedo índice hizo movimientos involuntarios, mientras que un dolor leve urente se adosaba a su epigastrio. Sintió pánico.

Pasaron cuarenta y cinco minutos aproximadamente: mientras Cesar se levantaba de su asiento, doblaba el periódico, acomodaba su saco y ajustaba su corbata, se miraba al espejo, peinaba su flequillo hacia la izquierda, como siempre hacía, y se dirigía a la puerta para irse a su trabajo. Ella interrumpió el ritual

- No me siento nada bien cariño, no me siento bien desde hace seis meses  titubeó-

Él se detuvo, no giró su cabeza.

- El estar siempre dentro del apartamento y ahora en esta casa, no ha mejorado mi estado emocional, aún con todas las recetas de cocinas: croissants, tortas, bocadillos, dulces secos, galletas, mermeladas y pollos a la naranja, ensaladas, carnes a la parrilla, asadas y al vapor, ni todas las formas de marinar pulpos, calamares ni hacer encurtidos de berenjenas ni vegetales como tampoco las técnicas de coser ni el usar a razón de cinco horas diarias la máquina de coser, ni barrer el patio, ni la entrada, ni limpiar los gabinetes ni siquiera quitar el polvo de las repisas me ha quitado esta sensación honda que tengo adherida a mi pecho de di confort y soledad aún estando en tu compañía.

Mientras decía esto, pudo escuchar a los lejos el aleteo de pájaros que planeaban y seguramente se posaban sobre el césped o cualquier otro objeto que se encontrase en su patio, tres o cuatro aves más, calculó mentalmente mientras titubeaba las últimas palabras

- Querías paz y por eso estamos acá, eso lo habíamos dejado en claro Eleonor
- Sé que habíamos hablado al respecto, pensé que el estar alejada del ajetreo, de la ciudad, de mi antiguo trabajo, del recuerdo. Sobre todo del recuerdo de lo que fui incapaz de perdurar por más de cinco años, de mi inutilidad como mujer, de mi útero seco y corroído&
- Queríamos paz Eleonor, y aquí pensamos que lo teníamos, me siento perfectamente bien acá: un buen trabajo, mejor sueldo, mejores vecinos, casa más grande, más tiempo para dedicarte a ti misma
- He allí el problema Cesar  se tomó de las manos y comenzó a retener una palma con la otra para así evitar que él se diera cuenta de su temblor distal- he tenido demasiado tiempo para dedicarme a mí misma
- ¿No creerás que es otro ataque hormonal Eleonor?
- No César, no lo es

Hubo un silencio de aproximadamente diez minutos, y César sin siquiera voltear la cabeza, le dijo en tranquilamente y en un tono de voz grave

- Creo que debes organizar mejor tus ideas Eleonor. ¿Acaso has estado hablando con tu madre? ¿Has conocido a una nueva amiga? ¿Has visto esos programas de televisión? ¿Has estado leyendo algún libro fuera de lo común? ¿Has estado visitando alguna página de internet con esos temas liberales y anarquistas de una sociedad autónoma y una mujer libre de ataduras?, ¿Por qué, piensas vociferar esas ideas románticas de unión perfecta de marido a mujer y de amor continuo basado en el apoyo incondicional del hombre a su mujer? Ya esa etapa fue superada Eleonor, y claramente dejé escrito en el olvido, a aquel día que decidiste manchar el retrete con rastros de lo que se supone sería mi primogénito. Allí, en ese preciso instante desechaste y dejaste ir por el agujero del inodoro mis deseos por ti, mi amor por ti, mi incondicional sensación de hombre exitoso lleno de sueños y virtudes.

En ese momento llegaron a su oído izquierdo seis aleteos más: el sonido del abrir y cerrar de las alas, y de las garras de aquellas aves aterrizando sobre el césped; se convirtió en un sonido hilarante que se arrastraba hasta su tímpano. Debían estar al menos once pájaros negros en el jardín.

- No, no es eso Cesar&
- Porque no puedes hacerlo, muy claramente no puedes hacerlo. ¿Quién te mantendrá? ¿Quién te comprará ese lindo vestido? ¿Quién te dará la tarjeta de crédito para que pinte tus uñas y te alistes el cabello? Eres co dependiente a lo que yo decida Eleonor. Y te gusta serlo, disfrutas serlo.

En el fondo, ella sentía que de cierta forma, era esclava a esas palabras, porque la saliva que de su boca las desprendían, era la tinta que se adhería a su pecho y a su consciencia. Pero eran ciertas, ella había caído en cuenta, que eran ciertas.

Se acercó lentamente hacia ella. Eleonor rígida como una tabla, bajó su mirada y como esposa fiel aceptó cada una de las palabras que él le dijo. La tomó por la cintura, besó lentamente el cuello y con su mano derecha metió su mano por debajo del vestido y le quitó el blúmer.

Continuaban los aleteos incesantes en ambos oídos, temblaba, temblaba de pánico, su mirada se encontraba absorta, sus pupilas mióticas sólo se fijaban en la pared de enfrente. El sudor corría por su nuca.

- César, no es eso lo que trataba de decir&

Y la tomó, la arrodilló sobre el mueble. Una maniobra para que callase y aceptara por unanimidad su mandato sobre su cuerpo y su inequívoca codependencia a su fuerza viril y de esposo.

Al mediodía ya eran aproximadamente veinticinco pájaros negros arremolinados en el jardín, uno haciendo ruido junto al otro, aleteando, escarbando en el césped, planeando sobre los objetos del jardín, rompían al batir de sus alas, los envases de arcilla donde se encontraban sembradas las plantas. Era un caos: el olor, el ruido, el aleteo constante.

Pero ella sólo los miraba por la ventana, empapada en sudor y con 109 latidos por minuto (los había contado), con la mirada fija sobre sus ojos y sus manos frías temblando una sobre otra. Tenía miedo de llamar a las autoridades, de llamar a un vecino, de llamar a su madre, de llamar a Cesar.

Podía sentirlo, podía sentir el olor mezclado con sus sentimientos autofringidos de víctima y al mismo tiempo de cómplice de su sobresaturada existencia, podía saborear como la fragilidad de su alma se debatía entre la soledad inherente de sus pensamientos y su absoluta búsqueda de la perfección platinada, etérea y aséptica que no compaginaba para nada, con cada una de las palabras que se escapaban de sus lóbulos cerebrales cada vez que escuchaba las palabras de Cesar, cada vez que tenía que soportar su olor ácido a melocotón en almíbar que expelía el perfume costoso de seis cifras que disponía sobre su acomodadora, del sonido minúsculo de sus uñas al rascarse la epidermis o peor, sus filosofías profundas y sus conjeturas demasiado citadinas para un vecindario de clase media.

Entendió el por qué la presencia de cada uno de esos pájaros. Había dispuesto de sus placeres y de sus miedos y cada uno llevaba sus nombres y apellidos.

Al finalizar la tarde ya eran cincuenta y cinco pájaros, incluyendo los diez que se encontraban en el tejado y los tres que se encontraban posando en la ventana de su dormitorio. Ya no se limitaban al jardín, ahora ocasionaban una sensación de claustrofobia aplastante que iba encasillándola e iban deformando lo que consideraba normal o ficción.

El aleteo constante de los pájaros subrayaban dicha metáfora, y eso, dentro de su mórbida consciencia la hacía sentir feliz.
Nigth1424 de mayo de 2017

1 Recomendaciones

1 Comentarios

  • Polaris

    Gracias eternas viejo amigo, cuídate mucho.

    Pol.

    05/01/19 02:01

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