Hace 16 años, cerré con candado la puerta del salón donde vivías. Te dejé atrás como se dejan los juegos de niños, las fantasías de unicornios y los sueños de grandeza. Eras sólo un enorme espacio vacío lleno de ecos en el que ya no podía vivir.
Ayer, entré corriendo al castillo de mi mente y busqué desesperada un refugio. Afuera llovían realidades y tristezas y se me estaba helando el corazón.
Creí que tu espíritu ya no vivía allí, pero el candado se abrió y pude entrar. En medio de las telarañas y la penumbra de la tarde, me cobijó la calidez de tu sonrisa y vi entre los cortinajes de terciopelo, rayos de luz que se colaban tímidos.
Estabas un poco más gordo y común. Ya no eras el niño pícaro, de bromas inacabables y silencios absolutos. Pero en tu mirada aún vivía la fantasía de ser el sueño hecho realidad, la alegría hecha carne, la ilusión hecha vida.
Me ayudaste el limpiar el polvo, a abrir las ventanas para que entrara la luz y te sentaste en aquel sillón donde siempre te gustaba conversar.
- Que bueno que has venido a visitarme - dijiste con una sonrisa.
- Habiá olvidado que estabas aquí - contesté con un poco de pena.
- ¿Me olvidaste? - parecía divertirle la idea - ¿Cómo? ¡Si nunca me dejaste salir!