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Coincidencias CapÍtulo I

COINCIDENCIAS


CAPÍTULO I



Richard Parker no salía de su asombro. Acababa de encontrar el libro que dejó olvidado siete años atrás en una habitación de un hotel en Estambul. Era catedrático de literatura y viajaba a menudo para dar conferencias o asistir como jurado a certámenes literarios. Le apasionaba su trabajo al cual dedicaba días y noches enteras, sin embargo, no mostraba interés por conocer las ciudades y las culturas que visitaba. Viajar no figuraba entre sus prioridades y cuando lo hacía no era por placer sino a cambio de sustanciosas remuneraciones dinerarias. Sólo aceptaba invitaciones a charlas o conferencias si la beca o la subvención ascendían a cantidades irrenunciables. En cuanto las obligaciones se lo permitían, se recluía en la habitación del hotel para dedicarse a la lectura o a preparar la disertación que debía exponer. El arte, las costumbres o la gastronomía del lugar le traían sin cuidado. Hizo de la profesión un reducto sin mundo exterior al que asomarse. Y la vida social se limitaba a personas o acontecimientos relacionados con la literatura. En su maleta, aparte de la ropa y los objetos imprescindibles, nunca faltaba algún libro al que dedicar el tiempo disponible. Y justo una de las obras favoritas, a la que Richard en cada nueva lectura encontraba detalles que anteriormente le pasaron desapercibidos, la perdió tiempo atrás. Se trataba de una edición única, editada en piel con orlas grabadas en color púrpura de un conjunto de cuentos de Poe, agrupados bajo el título de Narraciones Extraordinarias. La pérdida significó en su momento un grave disgusto para el profesor porque, aparte del enorme valor simbólico que todo coleccionista otorga a una obra tan valiosa, revestía, a su vez, un carácter sentimental importante, dado que era un regalo de su mujer ya fallecida. La difunta esposa era una persona de cultura extraordinaria y aficionada a las antigüedades. En un viaje por Europa lo encontró en un mercadillo de libros antiguos, y a pesar del elevado coste que tuvo que pagar, no dudó un momento en comprarlo porque tenía la certeza que de aquella edición no quedaban más de cinco ejemplares en todo el mundo y que a su marido no se le podía obsequiar con mejor presente que un libro extraño.
Richard, recordó aquellos días angustiosos realizando gestiones telefónicas con la dirección del hotel para recuperar el libro por cualquier medio, recurriendo a ofrecer una importante suma de dinero en caso de que le fuera devuelto. Al final sólo obtuvo unas diplomáticas disculpas y el convencimiento que quién lo halló supo apreciar el tesoro que el azar puso en sus manos generosamente. Hombre caracterizado por la perseverancia, visitó anticuarios, librerías especializadas, coleccionistas y a cualquier persona que podía haber comprado la obra o pudiera saber de ella. Durante todo el intervalo que medió entre la pérdida y la recuperación, no cejó en el intento de conseguirlo. Sólo encontró burdas imitaciones por las que pedían precios exorbitados. La última esperanza de adquirir un volumen idéntico vino dada por un tasador de obras de arte de Nueva York del cual Richard tenía vagas referencias. Puesto en contacto con él, le emplazó para que le visitara al regreso de su viaje de Inglaterra, sin aclararle, en definitiva, si disponía o no de la obra. Lo único que profesor sacó en limpio de aquella charla fue que, de conseguir otra vez el libro, tendría que abonar una cantidad prohibitiva para su economía.
El sentido de culpa por la imprudencia de viajar con semejante joya le golpeó en la conciencia, llegando al extremo de no confesar a su mujer la verdad del extravío y, cuando ésta advirtió la ausencia del libro, le mintió diciéndole que lo había prestado por un tiempo a la universidad. La infeliz pasó a mejor vida sin llegar a descubrir la superchería.

El libro lo reconoció de inmediato en cuanto abrió el armario empotrado para colgar el traje que al día siguiente vestiría. Sobre la repisa que formaban tres cajones se hallaba intacto, en idéntico estado a como lo recordaba. Quien fuera ahora el desafortunado olvidadizo lo debió tener entre sus manos en los últimos momentos antes de abandonar el hotel porque el libro estaba abierto. Tal vez una llamada telefónica, el aviso de la recepcionista que el taxi le esperaba o cualquier otro hecho nimio provocaron el despiste.
-¡Benditas prisas! -pensó Richard. El destino me devuelve lo que un día me robó. Y menuda penitencia me ha hecho pagar. Tanto me da si ahora pertenecía al que lo halló o bien cambió de manos, justo es que sufra el mismo desasosiego que he padecido estos siete años.- Richard gustaba de ironizar mentalmente pero se cuidaba de hacerlo delante de los demás.
La Universidad de Oxford le había invitado para participar en unas jornadas sobre Dickens. El vuelo desde Washington, lugar de residencia de Richard, fue largo y con muchas turbulencias, así que al pisar tierra firme, la única aspiración por ese día era tomar un taxi que le dejara en el hotel e intentar dormir cuantas horas pudiera.
Pero el estado de ánimo cambió de súbito. Era tal el culto que procesaba a Poe en general, y a aquella edición en particular, que hasta un hecho tan inverosímil pasó a un segundo plano en su mente. Estuvo seguro desde el principio que era el mismo que dejó en Estambul, aunque quiso corroborarlo sometiéndolo a varias pruebas. Sabía de memoria cada errata, cada pequeña mancha de tinta y recordaba las anotaciones que en lápiz escribía él mismo para resaltar frases o párrafos por los que sentía especial devoción. Las comprobaciones resultaron todas exitosas. Incluso un pétalo de rosa que en cierta ocasión dejó entre las dos últimas hojas de “La caída de la casa Usher” allí estaba; seco y momificado.
Dispuesto a no repetir un hecho tan lamentable, tomó innumerables medidas, entre ellas, la de no volver a perder de vista el preciado ejemplar ni un minuto. El inesperado hallazgo le causó tanto placer que olvidó cenar. Se tumbó en la cama vestido, hojeando cada página con la atención centrada en los detalles de la edición. Aunque pasados unos minutos, los pensamientos fueron derivando de la contemplación a la inquietud. Como hombre versado en las letras, los conocimientos matemáticos que tenía eran limitados, pero no lo suficiente para impedirle cavilar algunas conjeturas. La probabilidad de un suceso de esa naturaleza debía estar entre una y varios billones. Eso considerando atribuirlo al puro azar. Parecía más lógico que una mano humana estuviera moviendo los hilos. ¿Pero de quién? Y de ser el caso, sería alguien muy próximo, capaz de conocer y anticiparse a sus movimientos. La idea era más absurda aún. El hecho inicial fue un olvido fortuito que nadie podía predecir. Y en caso de tener un autor no era plausible que urdiera un plan que era un contrasentido. Cuanto menos, era un suceso que daba que pensar. De los que se cuentan en esas noches que a todo el mundo le da por hablar de historias extrañas, donde un perro encuentra a su amo a mil kilómetros o un hermano encuentra a su gemelo en la otra parte del mundo.
El cansancio del viaje y la emoción del hallazgo vencieron la voluntad de Richard y, finalmente, el sueño le venció, quedando el libro depositado en su pecho.


El primer día de simposio sobre Dickens fue un éxito. El aula magna donde se desarrollaba registró una afluencia de público que desbordó las previsiones de los organizadores. Para que la dicha fuera completa, los oradores estuvieron especialmente brillantes haciendo las delicias de los asistentes, quienes salieron instruidos sobre la vida y la sociedad en la que le correspondió vivir al genial novelista inglés. Richard que no debía exponer hasta la segunda jornada, intentó centrar la atención en los ponentes sin conseguirlo. Guardaba el ejemplar de Narraciones Extraordinarias dentro del maletín, junto con los apuntes de su conferencia, y continuamente lo abría nervioso para comprobar que no se había esfumado. Tal fue el número que veces que repitió la operación que llegó a enfadarse consigo mismo. Estaba actuando como un necio.
No supo si atribuir la falta de concentración al entusiasmo de reencontrarse con su tesoro particular o si era debida a los nervios que acudían puntuales cuando tocaba hablar en público. El no seguir el hilo de la charla hizo que la mañana le transcurriera larga y tediosa.
Llegó el momento de la pausa. Una comida de confraternidad estaba programada para que los ilustres académicos se explayaran y tuvieran largo rato de asueto. Era la primera vez desde el inicio del congreso que pudo saludar a compañeros, amigos y conocidos. Asimismo le fueron presentados eminentes catedráticos a los que no conocía. Al fin, aquella moderna torre de Babel proveniente de los rincones universitarios del mundo entero, fue acomodada en una mesa rectangular para proceder a la pitanza.
La comida se caracterizó por la austeridad, pero los comensales convinieron que los manjares, si bien escasos, eran deliciosos. Donde la generosidad de los organizadores mostró mejor cara, fue en el apartado de la bodega. Exquisitos caldos fueron servidos y catados en abundancia por selectos paladares. Ahí profesores y periodistas demostraron una sapiencia superior incluso a la que tenían de Dickens. Pugnaron por acreditar sus conocimientos enológicos, y en honor a la verdad, quedó claro que en la mesa había inigualables expertos. Algunos llegaron a adivinar cosecha, año y viñedo de cada botella sin mirar la etiqueta, probando de esta forma que no sólo la literatura les importaba. La erudición bien entendida versaba sobre muchas facetas del saber, y no menos importantes eran los placeres terrenos, injustamente despreciados en favor de los espirituales. El buen intelectual debía abarcar sapiencia teórica y material en correcta proporción. Se elevaron los espíritus, los elogios mutuos se intercambiaron con facilidad y la alegría fue la constante durante la reunión.
Richard participó y disfrutó del buen ambiente. No tenía la menor intención de contar el milagroso hecho acontecido la tarde anterior. Algunos de los compañeros no le merecían la confianza suficiente para revelarles el prodigio. Sin embargo, en la tertulia se desinhibió. Con la exaltación prestada por el litro y medio de vino que bullía en su panza, sintió la necesidad de compartir su alegría. El escogido fue el rector George Harley que estaba sentado a su izquierda. Habían colaborado ocasionalmente en una revista de poesía y existía una buena amistad. Como el bullicio impedía escuchar a menos de un metro, Richard acercó su boca al oído de Harley. Este, que en un principio acogió los susurros de Richard con una sonrisa, fue mudando de semblante. La expresión relajada dio paso a una cara de admiración y sorpresa.
Harley tomó a Richard por el brazo y le dijo:
-Vámonos de aquí, necesitas saber algo.
Los dos profesores bajo la excusa de salir a estirar un poco las piernas, abandonaron a sus colegas y salieron al exterior. Pasearon unos minutos antes que ninguno de los dos abriera la boca. Al fin Harley se decidió a hablar.
-Estaba intentando ordenar mis ideas. Lo que me has contando en la mesa es desde luego, una coincidencia intrigante, que no sé si tiene algún significado oculto o no, pero relacionado con lo que te voy a contar adquiere un tono mayor si cabe.- Las calles estaban mojadas por la fina lluvia que durante toda la jornada había caído incesantemente.
-La impaciencia me consume George. Después de lo sucedido ayer parece que no han terminado las sorpresas para mí. Intuyo que este viaje va a ser productivo. Al menos en cuanto a emociones se refiere. Cuéntame, escuchare atento- cierta euforia se adivinaba en la actitud de Richard.
-Bien allá voy- Hace seis meses aproximadamente me encontraba en Edimburgo por asuntos burocráticos de la universidad. Al fin de cada interminable jornada de trabajo, nos reuníamos después de la cena en una taberna a tomar alguna cerveza y cambiar impresiones. En las conversaciones surgían temas de índoles diversas, lo cual agradecíamos porque como no se te escapa, lo nuestro es la docencia y la investigación y no los papeleos.
-Uno de los asiduos al establecimiento que compartía mesa al lado de la nuestra, y que me fue presentado por un colega como el profesor de filosofía, de nacionalidad alemana, Otto Muller, no faltó ni una sola noche mientras estuve allí. Bebedor empedernido, cuando se unía a nuestras tertulias se advertía de inmediato que estaba ebrio. Contaba una estatura y un peso colosales. La nariz la tenía de normal algo amoratada y los mejillas enrojecidas, bien por el efecto del alcohol o porque tal fuera el color natural de su piel. Al parecer llevaba tiempo en la ciudad impartiendo clases de filosofía medieval.- la manera de describir al alemán evidenciaba que no causó buena impresión en Harley.
-La última noche que pasé en Edimburgo, por haber concluido los trámites que me llevaron a Escocia, Otto se agregó a nosotros sin ser invitado por nadie. Con la excusa de la despedida, bebió cantidades ingentes de cerveza y su lengua, de por si locuaz, estaba desatada. Seguía bebiendo cuando los demás estábamos hastiados y pasó la velada contando anécdotas de estudiantes.
-Su carácter presuntuoso le llevó a fanfarronear sobre algunos negocios fructíferos que había cerrado fuera de la enseñanza. Y aquí viene lo interesante- Harley bajó el tono de voz hasta hacerlo casi imperceptible.
-Aquel individuo, con el mostacho lleno de espuma, nos confesó que en cierta ocasión estando de visita en Estambul, trabó amistad con una pareja que se encontraba de luna miel, en la habituación contigua a la que él ocupaba. Al parecer coincidían en el restaurante del hotel a la hora del almuerzo, y el alemán que sabe hacerse el simpático como nadie, se enteró que la pareja halló un libro antiguo en la mesita sin concederle la mayor importancia. Con sutileza se ofreció para asesorarles sobre la valía del libro, caso de tener alguna. Al día siguiente los incautos se lo mostraron, y Otto, haciéndose el entendido, despreció el volumen, atribuyéndole un valor insignificante. Una mera imitación moderna con muchos miles de tirada que se podía comprar en cualquier librería a precio de saldo. Los recién casados, que en verdad nunca tuvieron esperanzas que el libro valiera más que como papel a peso, en un gesto de buena voluntad regalaron la obra al ladino Otto. En su inocencia le dijeron que seguro que una persona culta como él, daría un destino más noble al libro, pues en su casa acumularía polvo en alguna estantería barata, junto a las fotos del viaje de bodas.
-Cuando llegó este momento de la narración, el alemán se vanagloriaba tanto de la estafa que por poco se atraganta del ataque de risa incontenible que sufrió.- Harley hizo un paréntesis en la historia para aclarar lo que a Richard le era evidente.
-Ni que decir tiene como habrás deducido que el libro en cuestión era justo la compilación de cuentos de Alan Poe que tú perdiste.
-De no haber sido así, no sé que relación tendría tu relato con el mío. Era fácil adivinar. Es sorprendente que con los millones de seres que habitan el mundo, uno ligado a mí, conociera el periplo del libro el tiempo que no estuvo en mis manos. No sabría determinar cuál de las dos coincidencias es más maravillosa- contestó melancólico Richard.
-Bueno como verás el profesor tenía mucho de vanidoso así que para terminar nos confesó que había subastado el libro en Londres, a través de una galería de arte, obteniendo una interesante cantidad de libras. Sin duda le complacía más engordar su ego, por la manera astuta de apropiárselo, que el beneficio económico ganado.
-¿Y ahí perdemos la pista?-preguntó Richard
-Casi, pero hay más –contestó el rector- Otto Muller dijo que se lo adjudicó, como siempre ocurre en estos casos, un millonario excéntrico francés. Lo conozco porque es un fanático de novelistas clásicos y tiene bien ganada fama de filántropo. Vive para la cultura y la ciencia y entre sus múltiples obras altruistas está la de divulgar la literatura. Igual organiza un concurso de novelas que premia a los buenos estudiantes con becas o realiza donaciones a todo tipo de entes académicos. A mi propia universidad ha aportado sumas considerables. Y no repara en medios para sus propósitos. Presta generosamente a cualquier fundación manuscritos, documentos y libros por valiosos que sean.
¿Quieres decir este mecenas ocupó la misma habitación que tengo yo ahora? De ser así sin duda recibiré pronto una visita de algún abogado invitándome a devolver el libro.- Richard se desmoronó, se veía litigando con el millonario por la propiedad de un ejemplar que le pertenecía.
-No, quien fuera el último poseedor se cuidará mucho de reclamarlo. Verás, y esta es la parte crucial, el francés en su afán de difundir por todo el mundo estas piezas únicas, llevó algunas de ellas a Estados Unidos para celebrar el aniversario de la publicación de la primera novela americana. A pesar de las excepcionales medidas de seguridad que siempre se tomaban, lo cierto es que una noche alguien consiguió burlarlas y robó buena parte de la colección. La noticia tuvo gran resonancia y lo extraño es que no la conocieras porque si llegó a esta parte del Atlántico mucho más conocida debió ser en tu país. En definitiva, resulta extraño que no llegara a tus oídos, primero el evento y luego el robo.
Como hombre que vive para la cultura, supongo que debo avergonzarme de reconocerlo- ahora Richard pensaba en voz alta- pero lo cierto que tal hecho me pasó desapercibido. Es francamente increíble, el libro por el que tanto suspiré, estaba allí expuesto a cualquiera. Casi delante de mis narices y yo sin verlo. Háblame con sinceridad George, ¿qué piensas de todo esto? ¿Son simples coincidencias encadenadas o existe algo detrás?
-Somos personas sensatas Richard- Harley retomó la palabra-. Pertenecemos a un colectivo racional que no admite más hechos que los que se pueden demostrar y repetir. Nuestra superioridad moral, si así podemos denominarla, se basa en el empirismo. Un método que se ha demostrado como el único aceptable. Desde que los humanos lo inventamos ha funcionado. El cargo que ostento casi me obliga a responderte que sólo se trata de una serie de hechos casuales, curiosos si quieres, pero fortuitos. Sin embargo, fuera del traje de racionalidad del estoy imbuido, te diría otra cosa.- Harley consideró oportuno dejar la frase ahí, a la espera que su colega insistiera más. De inmediato surgió la pregunta que esperaba.
-¿Entonces sugieres que una voluntad está actuando, una finalidad que escapa a nuestra comprensión?
-Creo que la naturaleza está corrigiendo al azar. Ese volumen, en algún orden superior está escrito que sea tuyo. El perderlo fue un hecho caótico que quebró ese orden. Y la providencia a gritos ha intentado reordenarlo varias veces. Lo ha puesto, como decías antes, delante de tus narices, y al fin ha urdido un entramado complejo de sucesos para que regresara a tus manos. Todos en alguna ocasión hemos vivido coincidencias extrañas, pero en la mayoría de casos, son banales. Sin trascendencia. Pero hay otras que un significado oculto parece mostrarse. Considero conveniente atender a esos indicios. Richard, el libro debe permanecer en tu biblioteca. Te aconsejo que no vuelvas a arriesgarlo. Por desgracia sería posible que, de volver el desorden, las consecuencias fueran imprevisibles.
Aunque pretendía disimularlo, Richard se impresionó con las últimas frases de George. Durante unos momentos fue incapaz de articular palabra. No quería dar la imagen de un tipo crédulo que se asusta fácilmente. Y menos ante una autoridad como la que tenía de interlocutor.
-Considero que quizás estamos yendo demasiado lejos. El vino ha sacado a la luz las debilidades que albergamos en nuestro interior. Mañana tenemos un día de actividad febril, debemos ir a descansar y preparar las ponencias- dijo
-De acuerdo, pero no lo olvides Richard, no lo olvides. No vuelvas a desordenar lo que ya está ordenado.



Richard expuso la ponencia el día de la clausura del acto. Le correspondió disertar sobre una de las obras menos conocidas de Dickens, “Almacén de Antigüedades”, sobre la que expuso con brillantez y claridad, ganando un sonoro aplauso al final de la intervención. En el programa figuraba que al término de las conferencias, cada profesor concedería un turno de preguntas a la audiencia. El americano respondió distendido a cuentas cuestiones le plantearon. Cuando daba por finalizada la sesión, un brazo se alzó en la segunda fila. Un joven le interpeló a contestar qué relación hubo entre Dickens y Alan Poe en la primera visita del inglés a Estados Unidos y las cuestiones que debatieron.
A pesar de que Richard era un buen conocedor de ambos, se mostró balbuceante en la contestación. La oratoria que poco antes era fluida, aquí se quebró en un montón de vacilaciones. A duras penas logró expresar la idea por la que fue interrogado. Escuchar el nombre de Poe en un acto protagonizado por otro escritor le descentró. Llenó el vaso de agua y lo bebió despacio para ganar tiempo y concentrarse. De nuevo comenzó a dar vueltas en su pensamiento a la posibilidad de la coincidencia. Se entabló en la mente del profesor una lucha dialéctica. Pensaba que entre dos personajes famosos y coetáneos era natural que alguien se interesara por los vínculos que los unieron. A lo que él mismo se respondía lo extraño que resultaba que justo fuera la última pregunta. Y el hecho que Poe y Dickens se llegaran a reunir era poco conocido. La pregunta parecía un nuevo aviso. Otro elemento desconcertante que se añadía al misterio. Al rector, que se encontraba sentado a su izquierda, no le pasó desapercibida la turbación de Richard. La conversación que mantuvieron el día anterior la apartaron de sus cabezas, por la mañana, a causa del ajetreo que significaba hablar dos horas ante quinientos espectadores. Al concluir el evento, Richard abandonó el aula disgustado por estropear en tres minutos lo que hasta ese momento fue una intervención espléndida. Se despidió con frialdad del resto de conferenciantes, excepto del rector, con el cual acordó la promesa de mantener un contacto permanente, en especial, de producirse algún nuevo hecho relacionado con el libro.
Mientras transcurrió el viaje de vuelta a Washington, Richard llevó el volumen de “Narraciones Extraordinarias”, en las manos. Su cabeza fue un hervidero de ideas y sensaciones. Por primera vez el malestar comenzaba a invadirle por tener un problema en lugar de un objeto precioso.



Parzenon6016 de enero de 2016

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