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Dalila Del Autobús

Ya habían pasado cerca de tres meses desde que Leandro la descubrió, inadvertida y distante, leyendo un libro con la cabeza recostada a la ventanilla del autobús. Ahora, mientras esperaba su arribo en la parada, sentía el mismo nerviosismo de aquel día. Desde entonces el escenario se repetía con inequívoca precisión. De lejos se podían distinguir las luces como dos manchas amarillentas en el crepúsculo de la mañana. El autobús paraba con un disparo de aire y un chirrido estrepitoso de hierros friccionados. Leandro siempre se las arreglaba para ser el primero de la parada en abordarlo aun por delante de mujeres, viejas o embarazadas. Antes era cortés, pero ahora tomar el puesto correcto era cuestión de vida o muerte.
Subía los peldaños y caminaba por el pasillo ignorando los asientos vacíos a ambos lados hasta llegar a su palco: el cuadrado sin butacas en la fila derecha del autobús, justo antes del antepenúltimo par de asientos, los que iban de espaldas al trayecto. Se recostaba a la barandilla en la esquina que hacían los espaldares con la pared y se disponía a contemplar el maravilloso espectáculo que consistía en la muchacha trigueña de los labios de sopapa, el cerquillo de flecos y los pechos rebosantes, que siempre, absolutamente siempre, iba en el mismo sitio: el penúltimo asiento de la banda derecha, al lado de la ventanilla. No sabía cómo se llamaba pero se le antojó que ningún apelativo le vendría tan bien como Dalila, nombre que se le quedó de la primera revista porno que vio siendo todavía un niño.
Hubiese sido mejor si el asiento frente a ella, el de revés, estuviese vacío pero siempre lo ocupaba la gorda de espejuelos gruesos y pelo atropellado, que parecía una plasta robándose todo el espacio entre butacas y algo más del asiento de al lado. A ella sin dudas se debía esa particular predisposición que sentía Leandro por los gordos. Más de una vez viendo su nuca sebácea mosqueada de pecas, se sorprendió deseando para sus adentros que viniera una fuerte ola de calor o una pandemia de indigestión para glotones pero pronto sus malsanos pensamientos se perdían entre los senos voluptuosos que vibraban bajo la chaqueta azul prusia del uniforme de la compañía de teléfonos Telco, que llevaba Dalila. Eran senos como gruesas gotas de resina que pendían casi desde los enclaves de las clavículas, formando un canal que se escurría por el escote hasta estrecharse entre los montículos acumulados a medio palmo de su ombligo. Los pezones arremetían contra la tela de la blusa y con el roce se hacían más protuberantes bajo la solapa de la chaqueta entreabierta.
El primer día que la vio no pudo más que imaginársela desnuda, con su piel morena bañada en crema de chocolate, salpicada de pedacitos de frutas, como un Nestlé Crunch o un peter de almendras, pero con un interior mucho más delicioso; o bien tendida sobre una cama cubierta de pétalos de rosa, o no, de azafrán o albahaca porque se le antojaba su olor más como a selva que a lavanda. Su espíritu rebelde se notaba por su pose: el cejo fruncido a medida que leía las líneas del libro sobre sus piernas, la mejilla reposando sobre su puño cerrado… No sabía cómo podía leer en medio de la penumbra de la mañana, pero sin dudas le resultaba fácil porque no salía de las páginas. Desde su posición él no podía saber cuál era el título del libro pero con certeza sería El Kamasutra o Las cien mañas para engatusar a un hombre. Engatusar a un hombre… se le notaba la destreza en ese arte. Sin lugar a dudas su mejor arma era la indiferencia: pasaba de todos con soberana templanza.
Al principio su apatía hizo a Leandro sentirse retraído y acomplejado pero con el tiempo se fue acostumbrando. Después se dio cuenta de que era mejor así, que era un privilegio verla como Dios desde el Olimpo a los mortales. Observar tras unas gafas oscuras, un periódico abierto o alguna revista, cada uno de sus movimientos. Hacerse con los días y las semanas una imagen exacta de su fenotipo, de sus gestos, de sus expresiones, de su manera de pensar.
Siempre se bajaba antes que ella del autobús, en la parada que quedaba justo enfrente de la fábrica de extintores, donde trabajaba. Cruzaba la calle antes que el autobús saliera para verla marcharse, fugaz con un abanicazo de ventanillas. El primer día sintió un vacío enorme en cuanto se le perdió de vista. Se pasó toda la jornada con ella en la mente, con la incertidumbre de si volvería a verla. Pero al otro día en cuanto subió y la vio leyendo con la cabeza recostada a la ventanilla, se dio cuenta de que sería su acompañante para siempre.

Con el tiempo ella se le fue haciendo tan habitual que en sus pensamientos lo acompañaba en sus rutinas: el café del desayuno en la cafetería esquina Tacón, la comida chatarra a la hora de la cena, los partidos de fútbol de fin de semana con sus amigos de la fábrica de extintores… Era una amante intensa: lo mismo lo estremecía contra los azulejos del baño que lo interrumpía en medio de una película, sentados en el sofá, para extraerle los zumos; y le provocaba sueños húmedos a cualquier hora de la madrugada.
Poco a poco él fue desentrañando los retazos de su personalidad. Así supo que cuando estaba molesta acostumbraba a rascarse la cabeza y no leía en lo absoluto, en cambio cuando estaba de buen carácter leía dócilmente dejando escapar a ratos una sonrisilla torpe. A veces alzaba la vista de entre las páginas y se quedaba un rato pensativa, mirando a través de la ventanilla los carros y los edificios pasar de largo, entonces él sabía que estaba preocupada. Si andaba de prisas no ponía mucha atención a su peinado pero eso sí, bajo ningún concepto dejaría de maquillarse. Sus párpados eran siempre un denso océano salpicado de estrellas, del que pendían unas pestañas curvas artificiales. Se esmeraba en echar polvo a sus cachetes pero era en vano: de ningún modo lograba disimular su piel de Caribe.
Era mejor que todas sus anteriores: No se quejaba de nada; ni de la comida chatarra, ni de que él bebiera más cerveza que el burro de Mayabe, ni por su manía de botar colillas de cigarro en cualquier esquina de la casa. No le robaba sus espacios, ni insistía en ordenar todo a su paso, y por sobre todo no peleaba. Era perfecto, él se daba el lujo de vivir lo mejor de ella mientras ella lo ignoraba por completo. Así pensaba él hasta el día que la sorprendió arrojándole una mirada furtiva en el autobús. Primero pensó que habían sido ideas suyas, pero luego, mientras se absorbía en la rutina de etiquetar extintores, llegó a la conclusión de que en efecto, ella lo estaba observando. Claro, podía ser solo un tropiezo de miradas, a fin de cuentas, él estaba todo el tiempo delante de ella, era casi imposible que no lo viera. Pero ver no es lo mismo que observar y esa mirada… no era un simple vistazo. Quizás algo en él hubiera llamado su atención pero qué; él llevaba su gafas habituales, un abrigo de nailon de lo más corriente y jeans. Se había afeitado como acostumbraba hacer cada dos días. Quizás lo hubiera sorprendido el día antes mirándola a través de la ventanilla desde el otro lado de la calle. Claro, sería ingenuo pensar que nunca se daría cuenta.
Al otro día fue hasta la parada del autobús con más temor que ganas. Esperó paciente como de costumbre, solo que esta vez no forcejeó para entrar de primero. Para su sorpresa el autobús estaba casi vacío y todos los que montaron antes que él ocuparon asientos sin necesidad de pasar la puerta del medio. Siguió dando pasos torpes pero cuando llegó a su rincón se percató de que el asiento de la gorda estaba vacío. La sangre se le congeló en las venas. Por un segundo no supo qué hacer. La muchacha estaba como siempre leyendo en su rincón. Tenía la silueta de una sonrisilla torpe en los labios. Estaba de buen humor. Un impulso lo hizo llenarse de valor y sentarse en el asiento de la gorda. Ella, indiferente, siguió sumergida en su libro. El autobús echó a andar.
Todo iba bien, pero cuando pasaron tres cuadras Dalila súbitamente hizo por acomodarse y cruzó una pierna sobre la otra. Por primera vez él reparaba en aquellas piernas que parecían cinceladas en mármol. Eran la tentación del diablo. Aturdido, tensó su cuerpo contra el espaldar de su asiento. Una súbita calentura le llevó toda la sangre a las orejas. Sobre la falda plegada el libro cubría parcialmente la abertura entre las piernas pero más allá de la sombra en los muslos él se imaginó el encaje de las bragas y un poco más allá unos labios crispados entre pétalos de amapolas. Sintió la respiración entrecortada pero cada esfuerzo por inhalar lo hacía sentir más fuerte el olor a selva de la joven. Desesperadamente se zafó el botón del cuello recorriendo con la mirada todo el territorio desde el canal entre los senos hasta los muslos bajo la falda. Ella deslizó la pierna sobre el muslo unos centímetros, como frotando las cuerdas de un violín. La saya se acurrucó aún más. Él se retorció de lado, procurándose el espacio que ya no le alcanzaba. Encegueció por un momento. Desapareció el resto de la gente, la ciudad tras la ventanilla... estaban solos, él, los senos exorbitantes y los muslos. Tenía que buscar el modo de desembocar toda esa fiebre. Se le ocurrió transmitirle su calor posándole la mano sobre la pierna, inclinarse, rozar su oído con los labios y soltar todas las barbaridades que se agitaban en su garganta… pero la voz de Dalila sonó como un eco en sus oídos haciéndolo parar en seco:
—Permiso señor.
Cuando recobró el sentido la vio parada frente a él.
—Permiso señor —Se repitieron las palabras—. Me quedo en esta parada.
Miró alrededor. Ya no se deslizaban los paisajes tras la ventanilla. En torno suyo unos se paraban de sus asientos y otros caminaban por el pasillo en dirección a las puertas.
—Sí, sí... claro —Atinó a decir.
Movió sus piernas a un lado tratando de disimular con una de sus manos la mancha de humedad en su portañuela. La vio a través de la ventanilla cruzar la calle. Era más bajita de lo que había supuesto y sus caderas lucían exageradas; parecía un porrón; y para colmo esa voz ronca… Solo entonces se percató de su torpeza: había estado a punto de hablarle, de tocarla, de quebrar de una zancada la fina línea que separa realidad de fantasía. Quién quita que bajo la misma cara, el mismo cerquillo, los mismos senos endiablados, se ocultara otra Dalila. Una que leyera un manual de criminología, de medicina forense o la biblia, en lugar de Las cien mañas para engatusar a un hombre o El Kamasutra. Quizás de vuelta a casa la esperara su marido, acaso sus dos hijos. Y quién sabe si no fuera más que un iceberg atascado en medio de la cama. Su Dalila había estado a punto de desvanecerse.
Pasó todo el día taciturno y la noche en ascuas. Cada tic tac del reloj era un paso más a la sentencia: ¿qué hacer cuando subiera al otro día al autobús? A las siete se aseó, se vistió y salió como de costumbre pero en lugar de ir a la habitual parada del autobús tomó la dirección opuesta y fue hasta otra, tres cuadras más abajo. Este autobús no lo llevaría hasta el mismo frente de la fábrica; tendría que caminar unas cinco cuadras pero sin dudas, sería mejor así.
Luego de dos meses ya se podía decir que se había habituado a su nueva ruta. Después de todo caminar las ocho cuadras ida y vuelta le había hecho bien porque se le aliviaron los dolores en los huesos y en la espalda. La vida con su Dalila volvió a la rutina, solo que ahora carecía de la renovación de su imagen todas las mañanas, sentada en el penúltimo asiento del autobús, que hacía que cambiara de peinado, de tonos de colores en los cachetes y de estado de ánimo. Su imagen se había perpetuado con el cerquillo a flecos sobre la frente, sus sesenta kilos y una amalgama de sonrisas para diferentes ocasiones. Se hacía una experta en el arte de la tolerancia ante sus desfachateces y seguía siendo la misma arrebatada que lo hacía aferrarse a la bragueta en las ocasiones y lugares más inesperados. Él era feliz.
Aquella mañana ya estaba llegando a la nueva parada cuando la vio de perfil. El pelo negro, el escote empinado de la chaqueta y su cuerpo de porrón; sacándole la mano a los taxis que pasaban llenos y veloces cerca del contén. Se quedó paralizado pero poco a poco fue relajando su semblante. Se sintió mejor porque ahora sabía que era inmune, que tenía a su Dalila tan enraizada que ni siquiera aquella podía cambiarlo. Llegó a la conclusión de que ambos habían sido víctimas en el asunto y que también ella había optado por tomar rutas alternativas con tal de evitar un encontronazo con la realidad. Quién sabe desde cuándo ella también lo miraba sin que él se percatara. Pensó acercársele por un momento, quizás invitarla a algún café y en medio de una conversación amena decirle que ninguno de los dos tenía la culpa; la culpa había sido de la gorda por haber dejado el asiento vacío aquella mañana. Dio unos pasos pero en ese instante paró un taxi y la muchacha se escabulló tras la puerta sin siquiera haberlo visto. Leandro se quedó mirándola escurrirse con el abanicazo de las ventanillas y no pudo más que echarse a reír.
Pearosti17 de octubre de 2011

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