Tendría más o menos mi edad, ojos azules y, aunque no era muy guapa, una cara atractiva.
Se había confundido de horario y el tren que tenía que llevarla hasta el aeropuerto no salía a la hora que ella creía.
-No te preocupes -le dije-. Ahora sale un Alvia que te deja en Sevilla a las diez menos cuarto.
Me contó que trabajaba de enfermera y que había venido a San Fernando por un asunto familiar. Empezamos a hablar sobre lo chungo que es el trabajar de cara al público. Y en los marrones en que la gente te mete. Supongo que fue ahí donde empatizamos.
-Yo es que tengo una cara muy seria -le conté-. Porque mi padre es de Cuenca, y allí tienen todos cara de siesos. Pero mi madre es andaluza, y yo he heredado su gracia. O por lo menos eso me cuentan mis amigos.
La chica se rio. Mucho.
Seguimos un buen rato charlando, aprovechando que no venía más gente. Se veía a leguas que habíamos conectado.
Después de un rato, ella me preguntó:
-¿Te apetece un café?
-No, gracias -le dije.
Después de eso ella se marchó a la cafetería y, más tarde, justo antes de bajar al andén, me dijo adiós agitando su mano y regalándome una gran sonrisa.
Yo seguí trabajando, en mi taquilla, con una extraña sensación de deja vu y de que alguna cosa, una vez más, se me había pasado por alto.
Fin
Un relato ameno e inacabado, que deja en el lector un poso de melancolía muy interesante.
Un saludo.