Eran las 2.30 PM y yo iba en la micro 6 en dirección al centro. Micro llena, como siempre. Empecé a sentir asco, como siempre. Yo era de esas personas a las que no le gustaban mucho las personas. No era un misántropo, no. No era un hermitaño, no.
Simplemente, no me gustaba el contacto con los extraños. Reflexionaba acerca de si yo siempre había sido así o si había ocurrido algun suceso determinante en algun momento de mi historia -el cual, obviamente no recordaba- que había marcado mi forma de ser. Yo no era optimista ni pesimista, creo que simplemente era, o lo que es peor, no era. La micro llegó a Balmaceda con Pení. Me bajé de un salto y seguí mi paso hacia la plaza de armas.
La Serena era de esas ciudades que, a pesar de ser tranquilas y pequeñas, consiguen estresarte, cuestion de humanidad (o la falta de ella). La gente que anda por el centro tiene cara o de desagrado o de nada. Yo odiaba a los segundos. El actual novio de mi ex novia Alicia tenía cara de nada, y yo lo detestaba en silencio por eso. Caminé como 5 cuadras y llegué a la plaza de armas, un lugar, por lo general, frecuentado por tres tipos de personas: colegiales cimarreros que iban a fumar y a hacer hora, gitanas que también fumaban y leían la suerte (según ellas) y robaban (según muchos) y por último estaban los típicos ancianos que alimentaban a las palomas con una especie de cereal barato que vendían en un kiosko, ubicado en la cara sur de la plaza. En sus caras había un cierto aire de resignación, como si supiesen que morirían pronto y, como la sociedad los consideraba estorbos, era mejor quedarse en un lugar en el que menos estorbasen, la plaza de armas, junto al resto de los considerados estorbos, los colegiales fumones cimarreros y las gitanas fumonas que leían la suerte y robaban.