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El Rosal .

Su casa era grande, sombría y anticuada. Vivía con su esposa embalsamada y en su jardín guardaba la sepultura de sus perros. También tenía un rosal, en el jardín, en un costado, cerca de la tumba de Vintage, su fiel ovejero alemán muerto hacia dos años. Ese rosal había formado parte de su vida, desde cuando dos décadas atrás Blanca lo había plantado y hasta ese entonces, él lo mantenía, y lo cuidaba, para preservar el espíritu de ella.
Cada mañana, se despertaba, tomaba el cuerpo de su esposa, y lo llevaba consigo hasta la cocina, durante el tiempo en que se servía café; le servía una taza a ella, y se la llevaba hasta la sala de estar, donde le leía el diario y mantenía largas conversaciones imaginarias sobre poetas y poesías, países inexistentes, historias fantásticas, mundos paralelos, y siempre concluía con su rosal.
Por las tardes, salía a dar un paseo por su jardín, donde hablaba con sus mascotas y su rosal. Antes de la caída del sol, tomaba la regadera y con una ternura incomparable rociaba cuidadosamente a quién el creía, era Blanca. Acariciaba sus pétalos, y, a veces, le cantaba una canción.
Una de esas tardes, en las cuales iba a visitar a su rosal, percibió un ligero olor a azufre, el olor de la muerte. Ignorando ese olor ácido que se filtraba por sus pulmones, tomó la regadera como era su costumbre, y comenzó con su ritual. Apenas terminando de regar las rosas, pudo ver como el agua caía marchitando cada pétalo y cada hoja de su más preciada pertenencia.
Ahí, frente a sus ojos, su rosal moría lentamente. El olor a azufre se volvió más intenso, haciéndole imposible la respiración. Tan lentamente como su rosal, él también se marchitaba y moría. Hasta desaparecer.
Satire23 de marzo de 2011

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