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De Lo Negro y de Lo Oscuro

DE LO NEGRO Y DE LO OSCURO







EL VUELO DE LAS OCAS SALVAJES.


Un resplandor lechoso y brillante se filtraba a través de unos cuantos resquicios de los postigos y formaba, ante los ojos miopes de Jacques, algo parecido a un globo de gas flotando en la oscuridad de la habitación e iluminado por una estrella oculta. Entre las deshilachadas frases del último sueño y la primera toma de conciencia de la realidad, oyó el característico crujido metálico, muy leve, del termostato que pone en marcha el mecanismo de evacuación incorporado al acumulador de calor. Estará haciendo frío afuera, se dijo, porque, dada la potencia del aparato, raras veces necesita recurrir a la expulsión para mantener la temperatura que se le ha encomendado. Este hecho le hizo pensar en lo que muchos consideran como la broma de Chalmers y entre los cuales, falto de pruebas, debe incluirse a sí mismo ; cuentan que el mencionado científico llegó a afirmar que cualquier objeto que procese información debe forzosamente experimentar algún tipo de consciencia. Donde se procese una información simple , tiene lugar una experiencia simple y viceversa. Quizás, añade Chalmers, un termostato, la más simple de las estructuras que procesan información, puede poseer algún tipo rematadamente rudimentario de consciencia.
En todo caso, aquel repentino despertar del termostato a la vida sensible desencadenó un ligero zumbido de ventilador que no era grato a su finísimo oído. Echó pues a un lado las cobijas, se incorporó y con un movimiento certero, aunque reflejo, enfundó sus pies en las mullidas zapatillas. Se levantó, descorrió las cortinas, abrió ventana y contraventana para darse de bruces con un día desapacible y frío. Frente a él, los mirlos y las tórtolas, que unos momentos antes debían haber estado escarbando bajo las hojas resecas y heladas de este más que mediado invierno, en busca de algo que pudiera servir como alimento, batían ahora despavoridamente las alas en una huída que no por espectacular y estrepitosa dejaba de ser protocolaria, pues minutos después volverían a picotear incluso en la hierba de su jardín, esperando a recibir en un cuenco su cotidiana ración de grano y tres o cuatro rebujos de pan. Sobre las descarnadas ramas de los robles del bosque frontero se coagulaba un cielo casi blanco.
Cerró de nuevo la ventana y acometió la tarea de abrir todos los postigos de la casa, a fin de permitir la entrada de la mayor cantidad de luz posible, que no sería mucha. Cuando pasó junto al termostato del acumulador, considerando por primera vez su fulgurante ascensión en la escala ontológica, tentado estuvo de darle los buenos días.
Entrando en la sala de plancha, echó mano del batín y mientras embocaba las mangas se coló en el despacho para darle potencia al radiador de aceite. Todavía levantándose el cuello bajó cual si tocara un instrumento, pues la escalera crujía a cada peldaño, al salón ; descorrió los cortinones dobles de los ventanales que daban a la solana, abrió los postigos de la planta baja, tomó el cesto de la leña y salió al jardín. Entonces se le cruzó por delante del ceño el primer copo de nieve.
Al encender la chimenea tuvo la debilidad de confesarse que lo único que haría con gusto aquella mañana y todas las mañanas del mundo, puesto que la cuestión era ardua, capaz de dar candela para rato, sería sumergirse sin remordimientos en el « apremiante problema », que constituía su obsesión. Obsesión y remordimientos forman una mala pareja.
Lo que Jacques Morel llamaba el « apremiante problema » era su intento, también el de otros, de explicar la capacidad creativa de la mente y la posible aplicación de las conclusiones obtenidas al tema de la inteligencia artificial.
Se sentaría en paz junto a la ventana, bien provisto de libros y de un paquete de folios, y no levantaría la cabeza sino de tarde en tarde, para razonar viendo cubrirse de nieve su jardín y el bosque entero del fondo. En cambio, lo que iba a tener que hacer era preparar los exámenes de todas sus clases, así como elaborar una proposición para la prueba conjunta de los alumnos del último año y, lo que es peor, corregirlo todo después, durante la primera semana de las vacaciones de invierno.
Su rostro se tiñó unos instantes de un resplandor anaranjado, hasta que consideró que el fuego había prendido y fue a prepararse el desayuno. Dejó la leche calentándose en el microondas, para ponerse a extraer el zumo de naranja con un exprimidor que apenas reclamaba una leve presión de sus manos, lo que le permitió reincidir por unos segundos en el « apremiante problema ».
Una vez reunidos todos los ingredientes necesarios sobre una bandeja, se acomodó con ello ante una mesa camilla, situada donde se cruzaban los calores que provenían de otro acumulador más grande que el de arriba y de la chimenea. Alzó los ojos comprobando a través de la ventana, cuyos vidrios estaban algo empañados cerca de la base, junto al listón de madera, que ya estaba nevando francamente. Al cabo, recogió la mesa, introdujo los platos, los cubiertos y la taza en el lavavajillas y con las mismas subió al despacho, dispuesto a realizar un trabajo que no le atraía en lo más mínimo.
Gracias a su precaución, la temperatura de la pieza era buena. Sobre la mesa quedaban algunas hojas esparcidas que contenían unas cuantas ecuaciones, muy pocas, testimonio inútil de una tentativa más, carente, como las otras, de convicción. Las recogió con un gesto cansado, desengañado. Las reemplazó por los libros de texto, puso en funcionamiento el ordenador y dejó pasar el tiempo con una actividad casi maquinal, tediosa, que no le aportaba nada, excepto el salario del esclavo. Afuera caían gruesos copos de nieve, impelidos alternativamente por moderadas rachas de viento.
Sólo cuando hubo confeccionado tres pruebas completas se permitió echar un vistazo a través de los cristales, descubriendo un paisaje albino, cubierto por una capa de nieve de unos tres o cuatro centímetros y continuaba el meteoro desprendiéndose blandamente del algodonoso cielo, en medio de un silencio de mundo acolchado, donde únicamente se escuchaba el bordoneo tenaz del ordenador. Paisaje de raza blanca, rememorativo de la piel normanda de Angélique que nunca había acariciado, su voz queda y suave, su semblanza como esa nieve que silenciosamente estaba cayendo. Una vez más se prometió que al concluir el año escolar, cuando termine la actual relación profesor-alumna, la invitaría a cenar en un buen restaurante y en el champagne le diría las cuatro palabras que suelen decirse en tales ocasiones. Después ya podrían proceder a llenar esta casa que él había querido amplia, en previsión de semejante eventualidad.
Trabajó un rato más y bajó a prepararse un café. Ya le quedaba sólo la prueba blanca de los alumnos de último año. Consultó sus cuadernos, echó mano del programa, abrió diferentes libros de texto y tecleando con todos los dedos hizo aparecer con orden en la pantalla los diferentes problemas y operaciones constitutivos de su propuesta. Seguidamente se conectó a Internet para transmitirla a los otros profesores del departamento, recogiendo al mismo tiempo sus respectivos arbitrios. Una hora más tarde habían alcanzado un acuerdo referente a una prueba única para cada sección. Apagó el ordenador y bajó de nuevo al salón.
El fuego de la chimenea se había extinguido casi por completo. Abrió la puerta e introdujo varios troncos de la reserva. Liberó la aspillera que se puso a absorber aire frenéticamente con un rumor sordo. Las llamas saltaron de inmediato tras el cristal sobre los troncos, produciéndose un crepitar salvaje, que viró bruscamente a la calma cuando cerró de nuevo la aspillera.
Durante un tiempo indefinido permaneció tumbado en el canapé sin pensar en nada, o quizá pensando en todo cual si tuviera un peso en la conciencia pero no acertara a determinar dónde le aprieta el zapato. Luego comió cualquier cosa viendo la abreviada edición dominical del telediario, coligiendo que la segunda guerra del Golfo se perfilaba cada vez con mayor nitidez, contrapunteada en esta ocasión por la oposición francesa. Esperó hasta que el parte meteorológico confirmara que las nevadas continuarían durante el día siguiente.
Tras el último sorbo de café que diluyó el simulacro de sabor de una comida falsa, fue hasta el aparador, tomó una copa, abrió el botellero, dudó unos instantes entre un calvados y un whisky, añejos ambos y solemnes de sus dieciséis años. Se decidió en esta ocasión por el escocés, lo extrajo de su funda de cartón, contempló durante unos segundos el líquido marrón oscuro como un pulimento para madera noble, combustible purísimo, se sirvió moderadamente y alcanzó de nuevo la ventana.
Si seguía nevando de esta manera tan cabal, mañana no tendría más remedio que dar un rodeo para llegar al instituto, puesto que la red secundaria había que desecharla por completo en semejantes circunstancias, sobre todo si helaba fuerte durante la noche. No obstante las complicaciones, reconoció sin esfuerzo que el hombre mediterráneo que le habitaba nunca dejaría de maravillarse ante el espectáculo insólito de la nieve.
Con la copa todavía entre las manos subió al despacho, se sentó ante el ordenador y se conectó a Internet con objeto de consultar el boletín oficial del Estado. Recorrió los índices de los últimos números sin encontrar nada interesante. Se detuvo sólo un momento curioseando los puestos libres en establecimientos franceses del extranjero. Comprobó que algunas vacantes se hallaban cerca de universidades norteamericanas de prestigio y por unos instantes acarició la idea, aunque la desechó enseguida, pues la casa, que había adquirido con la comisión de poblarla, el instituto que representaba un trabajo fijo, los compañeros del departamento, Angélique, las letras que tenía la obligación de pagar religiosamente cada mes, mejor dicho, no había que pagarlas, el banco descontaba directamente las suyas y abonaba las restantes, todo esto significaba una realidad tangible, sobre la que podía apoyarse, entre la cual podía circular indeliberadamente, como si soñara casi, organizar su tiempo, el poco tiempo genuino que le quedaba, pues el resto, la parte del león, se la llevaban otros y se la organizaban otros de antemano, un espacio, en fin, en el que podía tomar riesgos calculados. Rellenar una de estas solicitudes significaría abrir un mundo que habría que inventar de nuevo.
Quería pensar en otra cosa. A pesar de todo deseaba pensar en « el apremiante problema ». Apagó el ordenador, puesto que le molestaba el parco zumbido de la máquina y se sentó frente a su mesa de trabajo. En efecto, durante toda la mañana había estado postergando un razonamiento. Unamuno dijo que si algo sagrado había en el hombre, estaba situado en el terreno de los sueños. Jacques Morel, profesor francés de matemáticas, desconocía probablemente la existencia del más español de los españoles modernos, mas estando empeñado en el estudio de las diferencias entre la inteligencia artificial y la humana, no había tenido más remedio que recalar en el interrogante que desataba la cuestión de los sueños. El que había tenido esta misma mañana, justo antes de despertarse, podía servir perfectamente como botón de muestra para afinar una vez más, haciéndolo pivotar sobre él, su pensamiento. El inconveniente de los sueños es que los detalles se olvidan con una facilidad pasmosa. Si las frases que surgieron de él ya le habían parecido deshilachadas y borrosas tan sólo unos minutos después de haberse levantado, qué no sería ahora, a media tarde. No obstante, globalmente, todos los elementos que planteaban un problema epistemológico los conservaba todavía, encerrados en algún puño de su memoria, listos para serles aplicado uno de los postulados de la hermética : « formula conscientemente tus preguntas y desde tu propio interior te serán respondidas ». Aunque en este caso no se hacía demasiadas ilusiones, a corto plazo ; lo que sí andaba buscando seriamente era una dirección, un camino.
Poco importa si no recordaba las frases exactas, bastante es saber que habían sido frases cabales, las propias y las ajenas. El tenor del sueño fue el que sigue : se encontró viajando de noche por un país extranjero, quizás Holanda. Angélique se hallaba junto a él y en el asiento trasero dormía un niño, el hijo de ambos que a la sazón tendría seis o siete años. El nunca había poseído uno de esos coches mixtos capaces de funcionar alternativamente con gasolina y electricidad. Estaba buscando una estación de servicio a través de las calles hirvientes de tráfago, pertenecientes a un barrio periférico e industrial. No todas las estaciones de servicio permitían efectuar ambas operaciones a la vez, reponer el combustible y recargar las baterías. Vislumbró uno de esos carteles que representan un cargador eléctrico, pero ya era demasiado tarde cuando quiso reaccionar, lo había rebasado. Se detuvo sólo unos metros más allá, en el próximo entrante, ante una puerta que formaba sin duda parte del mismo taller que la que había entrevisto en la escotadura anterior. Bajó del coche para dirigirse al empleado, que tal vez era el dueño, con el propósito de explicarle lo que había tratado de hacer pero que había rebasado el borne. Se expresó en francés, cuando hubiera sido más lógico hacerlo en inglés, mas teniendo ya la frase medio embastada, tras dudar un instante, terminó de formularla homogéneamente en el primero de los idiomas. El hombre respondió con toda naturalidad que le podía ayudar y lo hizo con un francés perfecto, aunque impregnado de un ligerísimo acento que él sería totalmente incapaz de imitar. Lo cual, en principio, no tiene nada de inverosímil puesto que el dueño de un taller en un país rico puede permitirse unas vacaciones y una cultura.
Veamos ahora lo que representa una dificultad en relación con « el apremiante problema », se dijo. Lo primero es que mi cerebro haya sido capaz de proporcionarme imágenes extraordinariamente nítidas de una ciudad que desconozco, ni siquiera sé su nombre, y que probablemente no existe. Lo segundo, que tuve un verdadero diálogo con un interlocutor cuyo acento sería incapaz de reproducir y cuyas respuestas no podía en modo alguno prever antes de que fueran formuladas. Dicho diálogo fue singularmente claro y lúcido por ambas partes, aunque ahora no lo recuerde en detalle. El sujeto en cuestión me dijo que me iba a ayudar, que no tenía por qué sorprenderme de que hablara francés puesto que hablaba otras lenguas también, incluso me parece que tocó algo el tema de las vacaciones en el extranjero. En suma, un individuo auténtico, campechano, libre de sus palabras y de sus actos, de ayudarme o de decirme que me las arreglara como pudiera para sortear el tráfico y ponerme en posición de cargar las baterías. Lo tercero es que se despertó en mí el instinto de padre, quien se resistía a efectuar una maniobra complicada en medio del tráfico o a abandonar el volante del coche en que dormía mi hijo entre las manos de un desconocido. Afortunadamente, me parece, la solución para mi sueño consistiría en que el taller abarcaba un local espacioso y único con dos puertas gemelas, a través del cual podía circular un coche. Pero me desperté.
Algunos consideran el cerebro humano como una máquina constituida de 40 billones de conmutadores. Jacques, por el contrario, había visto la necesidad de corregir esta afirmación y al conceptuar el cerebro humano no pensaba en los 40 billones de conmutadores, sino en los 40 billones de minúsculos computadores que son las neuronas. Sin embargo, al despertar de sueños como éste, de todos los sueños, es preciso aún reconsiderar la última proposición.
Jacques solía utilizar en estos casos el teorema del inacabamiento, formulado en 1930 por el matemático Kurt Gödel, según el cual cualquier sistema de axiomas lo suficientemente complejo como para generar aritmética es incompleto ; lo dicho significa que el sistema proporcionará proposiciones « irresolubles », cuya validez no puede ser establecida únicamente con los mencionados axiomas. En consecuencia, las matemáticas nunca pueden ser reducidas a un algoritmo o serie de reglas que generan teoremas y pruebas. Por lo tanto no existe el determinismo científico. Jacques obtenía una prueba de ello en su propio trabajo matemático, que no avanzaba mediante un proceso lógico y deductivo continuo e infinito, sino propulsado por repentinas intuiciones, osadas incursiones en un mundo complejo compuesto sólo de ideas, reino fabuloso e inconcreto que tal vez tuvo a Platón como uno de sus primeros exploradores, y que para alcanzarlo es preciso viajar hacia adentro.
Ningún sistema mecánico basado en reglas. Lo que equivale a decir, ni la física clásica, ni la ciencia de las computadoras, ni la neurociencia tal y como está actualmente construida, pueden dar cuenta de la capacidad creativa de la mente, ese arma secreta del hombre que le ha permitido establecer la supremacía de su especie. Lo más que pueden hacer ya lo han hecho, crear máquinas a las que, como sucede con « Pensamiento Profundo » o « Azul Profundo », les fue dado derrotar a los mejores jugadores de ajedrez pero que, cuando son puestas fuera de combate, lo son por problemas que incluso un principiante sería capaz de resolver, porque lo que las computadoras son por el momento incapaces de hacer es « comprender ».
Más aún, a esa capacidad humana de comprensión, habría que añadir el hecho de que algunas operaciones realizadas por el cerebro, como soñar por ejemplo, son susceptibles de aportar elementos « nuevos », no adquiridos nunca mediante la percepción directa de nuestros sentidos, o la aparición de ese Merlín que, según Jung, llevamos dentro y a quien los chinos atribuyen un horóscopo distinto al del individuo que lo contiene, que dialoga con nosotros a través de las sombras y las brumas de la noche, nos aconseja y, a veces, hasta nos provoca o se burla de nosotros.
Habría que suponer por lo tanto que los 40 billones de computadores están todos conectados a Internet.
Jacques Morel sabía desde hace mucho que la explicación de la mente humana y la posible construcción de una máquina similar, sólo podría llevarla a cabo una teoría física que aún estaba por descubrir, la cual debería incorporar por lo menos los métodos y los descubrimientos de la genética, la mecánica cuántica y la teoría de la relatividad.
Acodado sobre su mesa de trabajo, notó que la oscuridad se había apoderado del despacho sin prevenirle. Bajó tambaleándose un poco al salón, haciendo crujir el órgano de la escalera. La chimenea estaba de nuevo casi apagada. Puso dos troncos más y dio aire. Cerró la aspillera. Luego se dirigió a la cocina, sacó del frigorífico los restos de la comida y los puso a calentar en el microondas, mientras tanto colocó un vaso, un cuchillo, un tenedor y una botella de agua mineral sobre la bandeja, llevándolo todo a la mesa camilla. Eligió un CD de Charlie Parker y lo dejó preparado en el cargador de la mini cadena, depositando el mando a distancia junto a los cubiertos. Volvió a por el plato y se sentó donde se cruzaban los dos calores, el eléctrico del acumulador y el del fuego auténtico de la leña. Apretó un botón y el lamento de un saxofón traspasó la penumbra de la sala.
Antes de acostarse salió al ámbito helado del jardín. Había dejado de nevar. Avanzó unos cuantos pasos observando bajo la luz de la farola las huellas de los gatos y los pájaros sobre el manto blanco. Miró al cielo y, no logrando distinguir ni una sola estrella, decidió poner el despertador un cuarto de hora antes.


La alarma del móvil sonó ese lunes a las seis en punto de la mañana. La apagó a oscuras, guiándose por la luz verde que emitía el aparato, lo tomó consigo y lo puso a cargar en el despacho. Se cubrió con el batín y bajó directamente a la puerta de la entrada. Seguía nevando.
En tanto que la leche se calentaba en el microondas, se preparó el zumo. Se lo tomó. Apenas había apurado el vaso, sonaba la campanilla. Sacó la taza, añadió cacao en polvo, cortó un pedazo de bizcocho y fue a sentarse ante la mesa camilla. Cinco minutos más tarde estaba bajo la ducha. Se vistió, atrapó el maletín al pasar por el vestíbulo y un cuarto de hora más temprano que de costumbre se disponía a salir de casa.
Tuvo que volver a entrar precipitadamente porque el candado del portal del jardín tenía hielo en la cerradura. Llenó un vaso de agua caliente, lo vertió encima provocando una columna de vapor, abrió, volvió a la cocina para dejar el vaso y cerró definitivamente la casa.
Todavía era de noche. Accionó el limpiaparabrisas para apartar la nieve que caía a ráfagas y fue menester conducir con precaución ya que, incluso la nacional, que había sido salada, resbalaba en algunos tramos.
Llegó a Evreux a la hora prevista pero se encontró con que había atascos a la entrada de la ciudad y temió retrasarse. No lo hizo, entró a la hora justa en el aparcamiento, de modo que no pudo ir a mirar en su taquilla, acto ritual con el que todo profesor suele inaugurar su jornada de trabajo, pues allí se le deposita el correo y toda clase de mensajes e instrucciones.
Enfiló directamente hacia el aula, donde los alumnos le estaban esperando en el pasillo. Los hizo entrar. Pasó lista y fue anotando en un impreso los ausentes, que no eran pocos ese día a causa del estado de las carreteras, y se puso a hablarles de problemas que no les concernían y de operaciones matemáticas que no lograban despertar en ellos el menor interés. Al cabo de una hora les anunció que la clase había terminado y ellos salieron. Otros los reemplazaron. La misma historia.
A las diez y media bajó a la sala de profesores, miró en el casillero, plegó los documentos que le interesaban y se los puso en el bolsillo de la chaqueta, tiró el resto a la papelera, tomó un café con algunos colegas comentando las inclemencias del tiempo e hizo las fotocopias de los enunciados de los exámenes.
A última hora de la mañana le correspondía la clase de Angélique. Desde el arranque del pasillo la vio, esbelta y rubia como un lirio, apoyada junto a la puerta del aula. Si no se apartara, la operación de introducir la llave en la cerradura le obligaría a situarse muy cerca de ella. No se apartó y pudo absorber el aroma de almizcle que exhalaba su cuerpo. Ni siquiera sonrió, porque lo que se estaba diciendo en el lenguaje de los cuerpos era muy serio.
Una vez abierta la puerta, se echó a un lado para dar paso a sus alumnos. La primera en entrar fue obviamente, dada su proximidad a las jambas, ella, con una deliciosa resignación femenina.
Distribuyó los enunciados, pasó lista y se puso a mirar por la ventana, apoyadas las manos en la calefacción.
A las doce y media pasadas se dirigió de nuevo a la sala de profesores donde ya le aguardaban Richard y Charles, matemáticos como él. Salieron al campus, cruzaron el estadio en dirección a las escalinatas que les conducirían a lo alto de una colina donde estaba situada la cantina. La nieve había virado a la cellisca.
-Este país –comentó Jacques de mal humor- no es capaz de dar una nevada como Dios manda.
-Calla –replicó Richard Coeurdacier con su invariable sentido práctico-, mejor. Ello nos permitirá regresar esta noche a casa sin demasiados problemas.
-La vaina será mañana –intervino Charles Delamotte- porque según las previsiones esta noche va a helar de nuevo.
-Ya hacía años que no teníamos un invierno así.
-No.
-Yo lo prefiero a la humedad permanente –opinó Jacques.-
-Estás loco.
El fuerte olor entreverado del primer comedor, en el cual se sirven las comidas, le produce siempre un atisbo de náusea. Afortunadamente a los pocos minutos ya se ha pasado.


Aquella semana transcurrió algo más rauda que de costumbre, debido a la gran cantidad de exámenes que su pereza de las anteriores le obligó a poner y a las vigilancias de la prueba blanca del bachillerato, que no se referían únicamente a las de la asignatura propia. Esto le eximió de numerosas horas de clase efectiva.
El viernes, para festejar la llegada de las vacaciones de invierno, Richard Coeurdacier invitó a cenar a todos los profesores del departamento de las ciencias exactas con sus respectivas familias, donde las hubiere. Como suele suceder en tales casos, cada cual aporta un ingrediente, un plato cocinado, un postre, etc.… Jacques desempeñaba honorablemente las funciones de bodeguero y escanciador permanente.
Llegó temprano a la cita con sus tintineos de cristal.
-Lo primero el champagne en el congelador, durante una hora.
Julie, la dueña de la casa, cumplió solícita las instrucciones de aquel sabio, mientras que Richard depositaba las botellas de tinto en la mesa del salón. Después regresó a la cocina y empezó a preparar los aperitivos.
Romain, el hijo mayor de la pareja, tenía un problema con el ordenador y recabó el auxilio de su padre.
-Yo voy –dijo Jacques.-
Al rato volvió.
-No era nada.
Richard le alargó un vaso de martini con hielo, pero no se detuvo, abrió un cajón y fue sacando los cubiertos. Kelly entró en la cocina con una ecuación que no sabía resolver.
-Jacques te la resuelve-se zafó el padre con una bandeja reluciente de níquel.-
-Ven. Vamos a ver……
Se la explicó despejando todas las incógnitas una tras otra. Sonó el timbre. Julie fue a abrir la puerta. Se trataba de Charles Delamotte, su mujer Ingrid, su hija de cinco años y el bebé que venía berreando. De improviso alguien puso el televisor del salón a todo volumen. Julie se desplazó hasta el umbral:
-Quentin, por favor.
Y Quentin, el menor de los Coeurdacier, tronó :
-¡Es que no se puede escuchar tranquilamente la tele en esta casa !
La madre cerró, sin replicar, la puerta del salón y la de la cocina. Acto seguido las volvió a abrir un instante para dejar paso a Manon Delamotte que quería ver la tele con Quentin. Al regresar, Julie se dirigió a Jacques :
-Y tú, joven catedrático de veintiocho años, ¿a qué estás esperando, si se puede saber, para disfrutar de los gozos y de las alegrías de la paternidad y del matrimonio ?
-Pues estoy esperando……. Un poco.
-Déjalo –terció Charles- que todavía tiene tiempo. Que respire……
-Que respire, sí. Pero que no se entretenga, porque después para soportar a toda esta grey hacen falta arrestos.
-Redaños –precisó Richard entrando-. Redaños.
Sonó el timbre de nuevo y entraron Frédéric y Rachel, cargados de ollas y paquetes. Por último llegó Akim con el postre.
Tras unos minutos de confusión, todo estuvo a punto para el ágape y la amable concurrencia se sentó a la mesa. Jacques reconocía que, en el fondo, estaban todos reconciliados con su destino, con la confianza inamovible que les daba, a ellos y a sus esposas, parejas formadas por lo general bajo la bendición del mismo Ministerio, la seguridad en el empleo, la misión sagrada de educar a las futuras generaciones, dedicando por supuesto un concentrado especial de su saber pedagógico a sus propios retoños ; asegurados todos en la MAIF, vestidos por la CAMIF, afiliados a la SNES porque todavía les quedaba en el fondo de los bolsillos junto con otras borras, pero no era su culpa, algunas rémoras o resabios izquierdistas que se resistían a perder, con el inconveniente de recibir una remuneración suficiente tal vez, trabajando a dos, pero inferior al merecimiento de los esfuerzos consagrados, sin que la actual beatitud alcance a compensar por completo el remordimiento de haber abandonado, desde el principio, a sus hijos al cuidado de nodrizas y guarderías, desde las siete de la mañana hasta las siete de la noche, sin olvidar la esporádica infantilización, solicitada a veces por una extraña mezcla de masoquismo, sumisión, necesidad perenne y compulsiva de legitimación y afán de medro, sufrida ante la figura solemne, soberana, inapelable del inspector, que no sirve para nada.
Aquella noche del viernes que precedió a las vacaciones de invierno, Jacques conducía a través de la campiña, de regreso a casa, pensando en todos ellos y en sí mismo. Se veía reflejado en las diferentes etapas que todavía debía franquear, con sus ventajas e inconvenientes, que de todo había, como en botica, o como en las casas ricas, según el decir de las gentes de su pueblo. Pensó también durante el trayecto en el teorema del inacabamiento de Kurt Gödel y una vez más no creyó en el efecto mariposa con el que suele ejemplificarse el determinismo científico, según el cual el aleteo de una mariposa en el estado de Texas, mediante una complicada concatenación de causas y efectos, produciría tifones en la India. No, la naturaleza está más bien plagada de focos absorbentes de energía que le atribuyen a cada uno su órbita inamovible, neutralizadores de nuestros actos sin mañana. Sería preciso darles una inusitada potencia para que lograran evadirse de la zona de influencia de esa especie de campo magnético que los aspira, los cincha fuerte, los aprieta y, a la menor flojera, se los engulle como se traga un agujero negro la materia. El no la poseía, esa potencia.


El tiempo había cambiado. A un breve deshielo, sucedió un frío intenso, aunque esta vez seco. Lo que los meteorólogos llaman el expreso París-Moscú.
Al despertar el primer día de vacaciones, cuando Jacques abrió los postigos, un sol helado se arremolinó dentro de la habitación como queriendo calentarse. El ventilador del acumulador se puso enseguida a funcionar. Sobre su cabeza se abrieron inmensos campos de índigo, sin la menor mancha blanca que diera una referencia ante la inconmensurable profundidad azul.
Desayunó raudo. Se puso una cazadora y unos guantes de piel, levantó el cuello de vellón y salió, pisando la hierba todavía helada, después la gravilla que no crujió bajo su peso sino que ofreció una resistencia inhabitual, pues formaba una masa compacta.
A la salida de la aldea en que vivía, la carretera corría aún bajo la protección del viento del este que le ofrecía un bosque somero, pero una vez rebasados sus lindes sintió sobre su mejilla un soplo helado. Más tarde, cuando torció a la derecha, lo tuvo enfrente, frenando su avance, cortándole la cara.
Por todas partes se extendía la llanura inmensa donde los panes alcanzaban sólo unos centímetros de verde, salpicada aquí y allá por breves motas sobre las que se elevaban unos puñados de robles desnudos.
El viento glacial le escatimaba la caricia del sol, pero a cambio le resarcía obsequiándole con una atmósfera translúcida que permitía la visión de los contornos con una inusual nitidez en el detalle que alcanzaba hasta los más remotos confines, hasta la insólita y resplandeciente cal de los muros de las granjas, desplazado remedo de las ermitas y rábidas mediterráneas, y la negrura de las torres linterna de las iglesias normandas.
Cruzó aldeas, dejando atrás las viejas casas hechas de argamasa y madera aparente que aquí llaman “colombages”, con sus techos inclinados de tejas o de paja, sus chimeneas de ladrillo rojo y sus gruñidos de perro en los jardines, tras los setos de espino y de haya blanca.
Al rebasar una de esas aldeas oyó un griterío de aves que en principio no supo si provenía del cielo o de la tierra. Quizá fuera la intensidad del sonido, o la intuición de que algo extraordinario estaba ocurriendo allí, cerca de él, lo que le hizo descender de la bicicleta y orientarse, tratando de descubrir el origen de toda esa algarabía. Primero paseó su mirada por la inmensidad cerúlea, acabando por descubrir en todo lo alto, encima de su cabeza, la « V » característica que suelen dibujar en el cielo las bandadas de ciertas aves migratorias. Evaluando la distancia, el tamaño y el color, concluyó que eran ocas. Una bandada de ocas salvajes que había venido a pasar el invierno por estas latitudes y que tal vez, intuyendo con este sol el final del mismo, remontaba su vuelo hacia el norte, Escandinavia o las lejanas estepas siberianas. Pero pronto comprendió que todo el misterio no estaba en lo alto. Al griterío que provenía de arriba correspondía otro, distinto, que surgía abajo, en algún punto de la tierra firme. Se orientó de nuevo, descubriendo los almidonados muros de una pequeña casa de campo, rodeada por un seto de tuyas reforzado por una alambrada. Entonces le fue dado abarcar con toda su amplitud e intensidad el drama que allí estaba acaeciendo. A las voces altivas, desdeñosas, de las ocas salvajes que surcaban el azul impoluto del cielo, respondían los lamentables quejidos, cargados de impotencia, melancolía, añoranza de un estado ancestral de libertad plena, proferidos por las ocas de corral.
Jacques comprendió por una vez el lenguaje de los animales como en los cuentos fantásticos y oyó que desde arriba se gritaba a coro :
-Vosotras tenéis todo el alimento necesario y más aún. Pero nunca veréis el mundo desde esta perspectiva, ni sentiréis en vuestra sangre la fuerza capaz de responder a la llamada del gran norte, ni el poder de unas alas que os eleven hasta el mar de lo alto, ni sumergiréis vuestras palmas en las azules, claras y frías aguas de las lagunas de la tundra. Y al final sólo tendréis una muerte innoble en pago de vuestra sumisión.
De abajo únicamente emergían lamentos y súplicas.
El triste espectáculo se prolongó durante mucho tiempo, hasta que los alados jinetes ya no eran sino minúsculos puntos claros, prontos a fundirse en una inmensidad de azul profundo.
Jacques se quedó sobrecogido, estupefacto, con la mano izquierda agarrada al manillar de la bicicleta. Más tarde, frente a las brasas de su chimenea, todavía no había logrado desembarazarse de las luces y los clamores de esta visión.


Para la primavera ya tenía un corpus teórico lo suficientemente amplio como para ocuparle durante varios años, en un laboratorio dotado de los medios técnicos adecuados. Asimismo había obtenido un puesto en el Instituto francés de Nueva-York, cuya universidad se había mostrado interesada por su proyecto.
Sentado al sol a la puerta de su casa, que ya estaba por cierto puesta en venta, consideraba con un entusiasmo moderado, no exento de melancolía, todos estos avances.
Se levantó para recorrer el esplendor del jardín en primavera, oloroso todo él a hierba recién cortada. Al pie del seto lateral de tuyas, que él mismo había plantado, el césped estaba todavía mojado de rocío. Recordó la zanja que había tenido que cavar durante aquellas lejanas vacaciones de febrero, los montones de piedra de sílex que extrajo de ella y la tembladera que le dio junto a la chimenea, preludio de una de las peores gripes de su vida. Lo que quedaba de la zanja no tuvo más remedio que mandarlo hacer mecánicamente. Ahora el seto estaba magnífico, espeso y robusto en toda su extensión.
Pasó a la parte sur para sentarse en los peldaños de la escalera de la solana. Al fondo, los árboles frutales, plantados también con sus propias manos, estaban en flor, ocultando de rosa y almidón el pequeño huerto que aquel año se había quedado en barbecho, fertilizándose en espera de su próximo dueño.
Bajó, tomó una silla de plástico y se sentó bajo los abedules. En las tardes soleadas de primavera o de principios del verano, antes de irse a pasar las vacaciones en las esplendentes orillas de su mediterráneo natal, muchas horas apacibles de lectura habían transcurrido allí.
Mas no pudo permanecer mucho tiempo viendo la desolación del huerto, cubierto de mala hierba.
Volvió sobre sus pasos a sentarse en el banco de la puerta de casa. El sol ascendía el cielo del este y resaltaba los oros y la blancura nupcial de los lirios, obligándole a levantar desde donde estaba la mirada para contemplar sus relumbrantes cumbres nevadas, cubiertas de miel como un yogur griego. La esbeltez de cuerpo, la claridad de piel, el dorado mar de trigo que ondulaba en la cabellera vikinga de Angélique le vinieron con ellos a la memoria cual espina olvidada, clavada en la carne. Una vez más se le había trascordado el sentido porque al final del año escolar, a pesar de que las relaciones profesor-alumna habrán concluido, no habrá restaurante, ni champagne, ni le dirá una sola palabra a Angélique, ni habrá existido, por tanto, nada entre ellos.



















LA HORA DE LEVIATÁN.


Los días de las grandes transformaciones pueden reconocerse desde que uno salta de la cama, o antes. Son días de marasmo. Por su parte, los días sencillamente impertinentes se anuncian también de inmediato, aunque de otra manera, cada movimiento termina en un tropiezo, los instrumentos rehúsan su cometido, las llaves se ponen del revés a propósito y hacen cuanto se halla en su poder para no entrar en las cerraduras, luego les cuesta dar las vueltas o incluso se rompen y hasta se puede iniciar por esa vía una larga concatenación de dificultades que acaban por poner los nervios de punta, pero ahí termina todo, esos días suelen saldarse sin consecuencias graves. Eso existe. Hay días repelentes, así. Los primeros son harina de otro costal. Los días que traen cataclismos, individuales o colectivos, son días de una quietud insalubre, el aire aparece como más denso a causa de los presagios diluidos que mantiene, los colores se ven a través de él con una intensidad mayor y los cuerpos se hallan invadidos por la serenidad que hace falta para afrontar esos formidables trastornos en sus destinos. Fue pues con cierta ecuanimidad y con paso uniforme como me dirigía al banco, tras verificar, eso sí, una por una, cada cifra, al igual que la fecha. Curiosamente, la única inquietud que albergaba era la de haberme equivocado en alguna de ellas y hacer el ridículo ante los empleados de la sucursal.
Mentiría si no admitiera que me puse a hacer planes pero ello es casi un acto reflejo. Me dejé llevar a la elección de un modelo de coche, del tipo de casa que mandaría construir, cosas así. No obstante, cuando me hallé ante el director del establecimiento bancario ya tenía tomada la decisión.
-Deseo permanecer en el más absoluto anonimato.
El hombre comprobó las cifras meticulosamente una segunda vez. La expresión de su rostro era de incomprensión profunda. Resultaba evidente que para él mi actitud no cuadraba con el significado de aquella papeleta. Alzó los ojos y me miró como si acabara de salir de un coche que hubiera dado numerosas vueltas de campana antes de estrellarse contra un muro de hormigón y, por todo comentario, le pidiera un papel de fumar para enrollarme un pitillo, mientras aguardaba la llegada de los atestados. Luego se puso a hacer llamadas, a rellenar formularios para que yo los firmara. Al final, tras una hora completa de formalidades, me dio una tarjeta mágica, inagotable. Con ella en el bolsillo me bastaba. Por el momento, claro.
Pasé de un banco a otro, es decir, entonces necesitaba un banco que sirviera para sentarse. Elegí uno a la sombra, en una plaza recoleta, con niños jugando a perseguir una bandada de colipavas, vigilados por abuelas haciendo calceta. El porvenir se veía, ciertamente, de otro modo, desde aquella soleada mañana de primavera. Era como cuando uno se quita una camiseta interior demasiado estrecha. Se acerca el verano, se utilizan prendas más ligeras, más anchas. De repente una sensación de desahogo, de frescor. Había desaparecido esa angustia leve, esa espina que muchas veces parece no estar ahí pero que únicamente había sido olvidada unas horas, tal vez días, de la aprensión a que algún fin de mes las cosas hayan ido tan mal que no queden fondos, ni crédito, para pagar los gastos fijos. Por fortuna aquello pertenecía a un pasado que percibía como anormalmente alejado. En cambio, debía parar mientes en esa intuición, todavía mal verbalizada, por la cual no me hallaba corriendo a toda prisa hacia mi mujer, luego hacia mis amigos y enemigos, para comunicarles la grata noticia, a saber, que haría falta una notable imaginación para conseguir gastar mediante una sola vida todo el dinero que me había caído encima, así, sin comérmelo ni bebérmelo.
Acababa de firmar lo que puede denominarse el acta de nacimiento de un rico y había tomado la determinación de sellar ese documento y quitarlo de la vista de todo el mundo, renunciando con ello, de modo provisional por supuesto, a la comodidad de hacer uso abiertamente de la recién adquirida riqueza. Sin cuya precaución, la actitud de mi entorno hacia mí habría sufrido un reajuste que consideraba prematuro. Mientras tanto, bajo mi epidermis de no haber roto nunca un plato, alentaba una bomba de hidrógeno.
Mi piel había sido siempre como un estuche, poroso por la cara exterior, liso e impermeable por la cara interna. Asimilaba las provocaciones del mundo, pero muy pocas veces reaccionaba, o si lo hacía, era de manera muy atenuada. Poseía una mezcla de timidez, ya sin complejo de inferioridad, y de misantropía inamovible, aunque poco patente. Todo el ejercicio físico que hacía para canalizar mi angustia, me daba músculos, no fuerza. Posiblemente mis relaciones interpretaban como apocamiento lo que era apatía. No obstante, que Dios les pille confesados porque aquel día todo iba a cambiar. Una fuerza descomunal e inexplicable que brotaba desde profundidades insospechadas tomó posesión de mí como una melodía endiablada Esta vez habrá para todos, me dije, cada cual tomará según sus merecimientos. Sentado en el banco, experimenté algo así como una entrada en trance. La plaza se había convertido en un barco cabeceando ligeramente de proa, navegando en mar gruesa. Comprendí que había llegado el momento de tomarle las riendas a ese caballo de la acción y conquistar medio mundo, poner el mundo entero, si es preciso, a fuego y a sangre, para bien o para mal. Me sentía capaz tanto de lo uno como de lo otro, lo que no dejó de asustarme, pero la perplejidad sólo duró un segundo. Me hallaba tan bien allí, sentado en ese banco de piedra, viendo las colipavas, blanquísimas, los niños y las abuelas al sol, el mundo rodando plácidamente junto a las demás esferas, que no podía albergar de manera duradera ningún temor.
Me levanté al cabo. Las calles eran lo que no habían sido nunca, un laberinto infinito de posibilidades y yo iba mirando a derecha e izquierda para ver cuál era el primer hilo del que me placería tirar. Mi mujer, por ejemplo, consideré, si fuera a decirle que la fortuna nos acaba de abrumar con un peso enorme, se pondría de inmediato en guardia contra mí, tomaría precauciones, incluso puede que dejara de engañarme con ese botarate. Pero yo no quiero que deje de engañarme, yo únicamente quiero saber si me engaña o me ha engañado con él o con cualquier otro. Especialmente con él. En el momento presente, ella no espera de mí ninguna reacción espectacular, me cree todavía prisionero de mi horario de trabajo, sin ningún medio para averiguar, encerrado entre las cuatro paredes de mi oficina, lo que ocurre en el mundo durante un fragmento preciso, fijo, bien determinado públicamente, de tiempo. Las circunstancias, empero, habían cambiado y ella no debía saberlo.
Me sorprendí al verme en mi barrio sin que la memoria hubiera registrado el menor detalle del trayecto. Lo que me devolvió a mí fue una voz que llegaba a tocar en mi interior un punto de máxima irritabilidad. Alcé los ojos. Un grupo de jóvenes se hallaba todavía a una distancia considerable. Sin embargo, de entre ellos, surgía un vozarrón perfectamente capacitado para transmitir la extrema penuria intelectual de su propietario a cualquier punto de la calle. Dejé de oír el zumbido de los coches, desapareció el murmullo de la ciudad, el sol se puso más amarillo y me invadió una serenidad y una ligereza de espíritu que sólo aportan ciertos puntos ubicados en los aledaños de la intoxicación alcohólica. Al mismo tiempo era como si llevara a mi lado una bolsa de plástico que se iba inflando y adquiriendo un peso enorme hasta caer en un barranco, queriendo arrastrarme a mí detrás, atrayéndome en dirección a la banda de cutres con una fuerza irresistible. Que me diga algo el alipáparo ese, algo personal, que me provoque, que lo haga. Lo hizo cuando ya casi parecía que me iba a dejar pasar de largo. Tú, cara de culo, dame un cigarro. Afortunadamente, porque si no, hubiera desarrollado una cirrosis. Me detuve en seco, mis ojos buscaron con incontrolable avidez los de ese desgraciado y mis pies me lo acercaron hasta que su jeta se encontró a una distancia ligeramente inferior a la envergadura de mi brazo. No tengo cigarros, pero tengo un puro que tú no te lo has fumado nunca. ¿Sí? Sí. Pues dámelo. Mis pies estaban bien afirmados en el suelo, me concentré en mi estómago, luego en mis riñones y finalmente dejé que todo mi cuerpo se lanzara detrás de mi puño, de modo que la inercia casi me hace caer hacia delante. Toma puro. Recuperé el equilibrio, di un paso atrás, junté mis puños por abajo, combé mis hombros acumulando fuerza y lo mandé todo a rodar hacia arriba llevándome por delante las mandíbulas de los dos figurantes que lo flanqueaban. Después de ello, les incrusté profusamente los pies en el hígado y en la cara a los tres y con las mismas me fui, sin que ninguno de los demás integrantes del rebaño borreguil dijera esta boca es mía. Al llegar a la esquina, me volví. Se había formado un corro de curiosos alrededor de los heridos, pero nadie miraba en mi dirección, ni en esa acera, ni en la opuesta.
Durante la comida, sostuve una animada conversación con mi mujer. Me bailaba intra muros la idea de preguntarle bueno ¿y qué tal el gilipollas de tu amante? Yo, que soy tan comedido. Pero me retuve, claro. Ya salpicaremos con los remos a su debido momento. Después de la siesta, en el momento en que, tras el ejercicio del amor, se quedó frita, me puse delante del ordenador. Consulté unas cuantas páginas, escribí en un trozo de papel dos o tres direcciones y, rico de esa nueva información, tomé el montante y salí de casa.
Al tipo que me atendió le expliqué en cuatro palabras y con toda franqueza el asunto que me traía entre manos. Hablamos de ello como si estuviéramos negociando el alquiler de un piso. Eso me gustó. En realidad de eso se trataba, del piso, por lo menos como una primera instancia. Me preguntó si podía facilitarles el acceso durante unas horas. Le repuse que me las arreglaría.
De regreso a casa, le anuncié a mi mujer que, puesto que se avecinaba Pascua de Resurrección, nos iríamos unos días a Europa Central. Proposición que ella acogió favorablemente, si bien no sin cierta sorpresa por lo precipitado de la decisión. Por toda respuesta, le mostré los billetes.
A la vuelta, tenía instalado en el apartamento un sofisticado sistema de escucha que se ponía en funcionamiento únicamente cuando se producía un ruido y cuyas grabaciones podía escuchar a través de un ordenador mediante una clave secreta, o bien llamando por teléfono a un número determinado.
Durante una semana no hice más que escuchar el chasquido de la puerta al cerrarse, casi inmediatamente después de mi salida, y el crujido de la cerradura al abrirse, poco antes de mi llegada. Si algo se produce, no parece que vaya a ser en casa, concluyó mi guía espiritual. Con la palabra todavía en la boca, salió del despacho un momento y regresó con unas cuantas cajas de cartón que empezó a abrir. De una de ellas sacó un teléfono móvil. Parece un teléfono móvil cualquiera, claro que con muchas funciones, un regalo ideal. Cierto que lo parecía, en efecto. De hecho lo es, se comporta como un teléfono móvil normal. No obstante, tiene una función secreta. Llamando con otro aparato a un número convenido, el teléfono no reacciona visiblemente en modo alguno, pero transmite a los oídos interesados todo ruido que se produzca a su alrededor. Destapó otra caja y sacó lo que tenía el aspecto de un pequeño imán. Coloque esto en el coche de su mujer y con esta pantalla, mediante la técnica GPS, podrá ver a dónde se dirige.
Esa vez dimos en el clavo. Abrí un cajón de mi escritorio y puse en el fondo la pantalla. Cuando vi que el coche se detenía, aguardé cinco minutos y compuse el número indicado. En efecto, reconocí las voces de ambos. Esperé un instante y comenzaron a hacer el amor. Era todo lo que quería saber. A mi regreso de la oficina, le diría que esa noche la dormiría todavía en casa, pero que al día siguiente me iría para siempre.
Mi trayecto de vuelta me hacía pasar por una de las calles más comerciales de la ciudad. Ese día se había instalado en la acera un joven mendigo que tocaba el violín. Llamaban la atención sus ojos azules clarísimos y su larga cabellera rubia. En ese momento se hallaba interpretando el doctor Zivago. Pasé de largo casi sin mirarle, en aplicación de mis principios progresistas acerca de la mendicidad en la vía pública. La melodía, sin embargo, me condujo rápidamente a un estado de narcosis, sin pérdida de lucidez, más bien todo lo contrario, pam, pam, pa pam, pa, pa, pa, pa, pa, pa pam…. Esa misma fuerza que había invadido mi cuerpo el día en que me convertí, por la gracia de Dios, en un hombre inmensamente rico, crecía en progresión geométrica y me estaba dejando en un estado de embriaguez peligroso, en una posición que se hallaba por encima del bien y del mal, mis pies no tocaban el suelo, mis oídos no me devolvían el menor sonido, todo a mi alrededor iba quedando cada vez más velado por una cortina de sombra, mientras que las luces de las tiendas brillaban como estrellas. Quieto, aquí hay algo, no vayas a cerrar los ojos ante los signos, cuando se despliegan ante ti. Me detuve ante el escaparate de una librería fingiendo interesarme por los volúmenes expuestos, pero en realidad mi mente estaba tejiendo ya a sus anchas el complot.
Hay que probarlo todo, dijo él una vez, adoptando ese aire del macho al que no le importa besar los labios de otro hombre, sabiendo que su virilidad está muy por encima de semejante pacotilla. Lo dijo mirándome a mí y yo le repuse que no lo creía necesario. Pero ahora soy yo el maestro de ceremonias, el que explora nuevos caminos, el tentador. Lo único que podía perder era el tiempo, puesto que la pérdida económica iba a ser insignificante para mi nuevo y vasto bolsillo.
Volví pues sobre mis pasos. No debió transcurrir mucho tiempo entre mi ida y mi vuelta porque el joven seguía interpretando la misma pieza cuando me planté como una estatua delante de él, sólo nos separaba el sombrero donde se ponen las monedas. Imperturbable, interpretó la melodía hasta el final. Luego bajó el arco y el violín. Aguardó en silencio. Saqué un billete que resultó ser de cien euros y lo deposité en el sombrero. Ni siquiera me dio las gracias. Erguido, me contemplaba con severidad, como si en lugar de un billete de banco le hubiera entregado un billete de desafío, cuyo contenido no ignoraba.
¿Quieres más?¿Cuánto? Tres mil. ¿Qué debo hacer? Tres mil sólo por escucharme. Luego veremos.
Lentamente se puso a guardar el violín y el arco dentro del estuche, recogió el sombrero, retiró las monedas y el único billete. Quedó a la expectativa.
Eché a andar. ¿Cómo te llamas? Nicolai. Muy bien, Nicolai, tú no has venido de la lejana Rusia para andarte con chiquitas, desde luego que no. Tocas bien el violín, pero el arte, por lo menos en occidente, hay que tocarlo con un poco de mano izquierda, de lo contrario uno no saca ni para pipas y tiene que enviar a hacer gárgaras el arte para consagrarse a otra actividad más clemente.
En cuanto divisé el primer cajero automático, saqué tres mil euros y se los entregué sin mirarlos. Los recibió con una altivez desafiante que se resolvió en gesto de derrota y resignación al guardarlos en el bolsillo de su chaqueta.
De regreso a casa, no pude evitar mostrarme un tanto deprimido. Traté, no obstante, de tomar las riendas de mis emociones. El atractivo de estas cosas radica sobre todo en el efecto de sorpresa.
Al día siguiente vestí de punta en blanco a Nicolai en la tienda más cara de la ciudad, le compré un coche y le di las instrucciones para alcanzar los primeros objetivos. Y como quiera que dichos objetivos se iban cumpliendo puntualmente, para gran sorpresa mía, todo hay que decirlo, pero ahí estaba el viejo proverbio castellano para paliar ese tipo de pasmo, dime de qué presumes y te diré de qué careces, decidí alquilar un ático y encargué a los de la agencia que lo rellenaran con el material de grabación audiovisual más sofisticado que tuvieran en los almacenes. También les pedí que averiguaran a quién pertenecía el chalet de la montaña al que acudían mi mujer y su amante.
No tuve que aguardar mucho, quién lo hubiera dicho. Una semana después del lanzamiento del plan, tenía en mi poder un CD bastante curioso. El modo en que iba a cursar dicho expediente lo había concebido desde el primer momento, desde que me quedé parado ante el escaparate de la librería. Grabé pues su contenido en el ordenador, utilicé una de esas direcciones electrónicas gratuitas que se crea uno mismo con nombre falso y, ni corto ni perezoso, lo mandé a todos los empleados de la fábrica, desde los ejecutivos del sancta sanctorum hasta los encargados de la carga y descarga de camiones en el patio, incluida la suya y la mía, por supuesto. Pero lo hice de modo que no pudiera leerlo antes de llegar a la oficina.
La venganza es un placer del que ni siquiera los dioses han querido prescindir, provoca una satisfacción intensa y duradera. Cada cual considera como única justicia verdadera la suya propia y cuando consigue concatenar una serie de acciones que den como resultado último el cumplimiento de la misma, relacionada, por supuesto, con una sensación de poder, de dominio del entorno y de los infelices que han osado oponerse a ella, que han pretendido hacernos daño, entonces conoce una exultación inenarrable, que es preciso prohibir, por cierto, como cualquier otro placer desmesurado. Pero la maldad debe ser castigada, humillada, especialmente la que es dirigida contra nosotros.
Lo único que me restaba por hacer era no perderme ni uno solo de los detalles que prometía aquel día resplandeciente, en un mundo que rebosaba sol y perfumes y cantos de pájaro. Atendiendo a los cuales, debo confesar que nunca he presenciado una metamorfosis comparable en un ser humano. Entró como un pavo real, cual solía hacerlo, y salió como una mariquita, silbada por la dotación en pleno de la descarga. La noticia había corrido como la pólvora. Antes de que él lo supiera, todo el mundo a su alrededor estaba al corriente. Yo adopté, de puertas afuera, como tantos otros, la actitud consistente en un mutismo cariacontecido. Sin embargo, en mi fuero interno, la gran preocupación era que no se desbordara una carcajada homérica que se iba inflando peligrosamente a medida que pasaban las horas. Hubo otros, menos discretos, que provocaron algunas fricciones por aquello de me has mirado de una manera rara, hoy no me gusta en absoluto tu sonrisa y ¿tendré yo monos en la cara o qué? Así hasta que el mismo que le prestara su chalet en la montaña para sus proezas de macho, le sugirió que consultara su correo electrónico. Cuando lo hizo, se le coló en el cuerpo la pestilencia de un mal aire que le adscribió la propia palidez de un cólico hepático. Noté que de repente le había crecido la barba y se le habían hundido las mejillas. Salió precipitadamente, sin mirar a nadie, tambaleándose y tropezando con todo, como un borracho, o peor, como alguien a quien han inoculado el veneno de la muerte, para ya no volver más. Tras su paso se arremolinaba el mismo tufo con sabor a musgo que esparcen los coches fúnebres. Mientras presenciaba esa retirada atroz, no pude evitar un breve escalofrío. Pero se lo merecía, me apresuré a musitar para el cuello de mi camisa.
A los dos días nos enteramos de que, al llegar a casa, se había colgado de una lámpara.
Entonces ya pude decirle a mi mujer que la dejaba para siempre. No protestó. En su mirada podía leerse con toda claridad la interrogación ¿has sido tú, verdad? Con la mía procuré responder ¿quién iba a ser si no? Pero nada de eso fue dicho con palabras. Di media vuelta y sin coger ni una sola prenda me fui.












DIEZ HISTORIAS CON PUNTO Y FINAL.


La idea confusa de que iba a encontrarse con esa mujer le hizo adentrarse por entre las banderas del 16 de febrero. Una insensata pero intensa y palpitante llamada, a la cual era incapaz de hacer frente. No era éste ciertamente el lugar más propicio para coincidir con una dama ; pero fue aquel tumulto, semejante al del 14 de abril, ese bullicio expectante, lo que abrió la reminiscencia.
La muchedumbre se dirigía a la plaza para escuchar el discurso del nuevo alcalde, don Jaume Palau, después de haber paseado y gritado su triunfo hasta enronquecer por todas las calles de la ciudad.
Notó que algunos rostros le eran hostiles y hasta le pareció oír diluida en medio de toda aquella confusión, entre las consignas de venganza y de guerra, alguna que otra imprecación : « ¿Qué haces tú aquí, Pepe Colliure ? Vete a casa fascista. No es tu fiesta.¿Quién te ha dado vela en este entierro ? Vete a casa. Cuando se nos acabe la resaca, veremos….Te costará la torta un pan. » Pepe sentía el bulto de la Star 9 milímetros bambolearse en el bolsillo de su abrigo.
Caía una lluvia tenue, constante, por lo que abundaban los paraguas y los capuchones de hule. Sus ojos, pequeños y vivos, escrutaban con inquietud. Resultaba difícil reconocer los rostros que le circundaban, cubiertos, entapujados o chorreantes. Los enormes gonfalones rojos de la revolución atajaban la visibilidad hacia numerosos puntos.
Ya en la plaza, distinguió a una mujer alta y esbelta, cubierta la cabeza con una almocela negra de tafetán doble. Avanzó hacia ella apartando a la gente a manotazos. Cuando ya estaba muy cerca, la mujer se volvió desplegando para él la sonrisa más bella de toda Sajará. Era María Masanés, rodeada siempre, asediada por el elemento masculino. Musitó algunas palabras de salutación y siguió avanzando.
El alcalde y su comitiva hicieron su aparición en el balcón de la casa consistorial, con lo que la marea humana empezó a crepitar en sucesivas salvas de aplausos ; seguidamente, de un modo desordenado, se gritaron consignas y se entonaron canciones que se iban superponiendo las unas a las otras, hasta crearse una atronadora cacofonía, expresión únicamente del inmenso júbilo liberado por las masas, humilladas durante tantos siglos de inquisición y de garrote vil.
« Traidor, fascista. Esta vez os tocará a vosotros segar los márgenes del infierno. » Las banderas y las pancartas eran agitadas frenéticamente por manos robustas, crispadas sobre los palos como si fueran mangos de navaja.
Pepe se volvió para tener una visión panorámica del espacio que había dejado a sus espaldas. La lluvia arreció de nuevo, de manera que no le sorprendió que María Masanés apareciera ahora anónima, por completo cubierta la cabeza con su enorme capuchón negro. Y sola. Pero ello no es posible, pensó enseguida, María Masanés nunca se encuentra sola. En efecto, a sólo unos metros más a la izquierda estaba ella, escoltada por su corte de hombres ansiosos, desafiando el chaparrón con la cabeza descubierta.
Un escalofrío terrible le sacudió todo el cuerpo cuando sus ojos le devolvieron la imagen de la otra encapuchada. El corazón no paró de darle vuelcos mientras ella se iba descubriendo lentamente, hasta que apareció un rostro de tez pálida como el de una figura de nácar, cuyo cuello ceñía el negro paño arrebujado, componiendo ambos una suerte de oxímoro visual, una elipsis tan extrema en la escala cromática que pareció alterar su percepción ocular, aumentando la intensidad y el colorido de los objetos, suprimiendo la actuación de los otros sentidos.
Sólo sabía que el alcalde había empezado su alocución, mas su cerebro no podía registrar de ella ni una sola palabra. Únicamente le era dado contemplar aquel semblante enmarcado de bucles dorados. Sereno esta vez y severo.
Una mujer que, aquel lejano 14 de abril, mientras se despedía desde la portezuela del tren, ya le había parecido irreal. Pero el viaje a Valencia fue cierto como el entumecimiento mismo de sus músculos al bajarse del coche.
Allí, en medio de la plaza rebosante, su mirada fija era sólo para él ; su belleza sobrenatural, pánica, también. El deseo tiránico y profundo que llevaría a un hombre hasta las puertas del infierno gobernaba todo su ser, así es que avanzó hacia ella. Sin embargo, aún no había dado el primer paso, cuando la dama, cubierta la cabeza de nuevo, se escabullía ya entre la multitud.
Siguiéndola, empezó a dejar atrás con alivio aquel compacto mare mágnum. Su manto negro se ocultó tras la mole de la iglesia de San Pedro y cuando, a su vez, dobló la esquina ya no la vio, pero supuso que había enfilado a través de la calle que corre por el otro flanco del templo. En efecto, tuvo el tiempo justo de ver cómo desaparecía su silueta por una bocacalle perpendicular.
No se atrevía a correr porque, aún por aquellas callejas habitualmente solitarias, esa noche pasaba gente, atraída hacia el centro como por una parranda descomunal y colectiva, con una ansiedad semejante a la de las fiestas patronales. De este modo, en cada encrucijada apenas alcanzaba a ver la dirección que tomaba la dama. No obstante, a medida que avanzaban por la maraña de calles, cada vez más estrechas y oscuras, los testigos comenzaban a escasear hasta que no hubo ni un alma. Entonces Pepe corrió.
Demasiado tarde. La joven desapareció a través de una puerta que exhalaba una luz tenue y amarillenta, la cual sin embargo permaneció abierta.
Sin pensarlo dos veces, se coló de rondón encontrándose, de manos a boca, con la hética circunspección de un cadáver encajado en un ataúd somero, cuya tapa reposaba, de pie, contra el muro del fondo. La desmayada luz que había visto desde fuera venía de cuatro velas colocadas en las esquinas del catafalco que sostenía el féretro, bajo la cual se incrementaba la palidez cerosa de aquel rostro sereno pero de una humanidad inverosímil ya.
Tratando de refrenar el jadeo, sintiendo de repente la sensación de las ropas empapadas, aterido, iba poco a poco haciéndose cargo de lo absurdo de la situación, cuando una mano leve se posó sobre su hombro. Sin volverse supo que esa mano era la de ella. Y también supo que el momento de averiguar si era una mujer de carne y hueso o un fantasma había llegado. Pero por el instante su cuerpo estaba paralizado, sus músculos no le obedecían.
-« Contempla el rostro de la muerte…… contempla el rostro de la guerra…… más allá del cual no hay nada, excepto el olvido ».
La voz era dulce, como la caricia que aún persistía en su hombro.
Cuando empeñó toda su voluntad en darse la vuelta y no pudo, comprendió que de nuevo estaba viviendo un sueño. El 16 de febrero había pasado, sus ecos corrían ya a grabarse en los cilindros de cera de la historia. Además, alguien estaba llamando a la puerta. Cerró los ojos en un desesperado intento de sintonizar con la onda perdida pero fue en vano, el inapelable fundido en negro se había operado.
Los golpes en la puerta persistían y Consuelo se hallaba despierta. Abrió los ojos, comprobando que era noche cerrada. Se levantó.
-Soy Juan.¡Abre de una vez !
Tras la puerta estaba, en efecto, Juan Fábrega solo. Le bastó con verle los ojos desorbitados para comprenderlo todo.
-Los anarquistas de Alcira están de camino, sabemos que vienen con la pretensión de saquear las iglesias de Sajará. Sanromá confía en ti para que organices la defensa de San Pedro. Allí todo el mundo espera tus órdenes.
-¿Qué hora es ?
-Las cuatro y media pasadas.
-¿Hace mucho tiempo que salieron de Alcira ?
-No.
-Bien. Voy enseguida.
Consuelo, que no había oído nada de la conversación, quiso levantarse para preparar el desayuno, pero él la retuvo en la cama asegurándol
Taliesin13 de mayo de 2009

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